La islamofobia como política pública

El viernes pasado, día de oración comunitaria de los musulmanes, un supremacista blanco perpetraba la mayor masacre  de la historia reciente de Nueva Zelanda matando a 50 personas e hiriendo a más 30 en dos mezquitas. El ataque, diseñado  y ejecutado para ser devastador y viralizado por internet, ha conmocionado a un país que, sin ser perfecto, creía que era estable, multicultural y razonablemente igualitario. Tras la matanza, la expresión de nobles sentimientos de compasión no se ha hecho esperar. Pero urge analizar responsabilidades, tomar medidas concretas para ir a la raíz del problema y confrontar con los predicadores que han alimentado el odio contra los musulmanes.

Como fenómeno global, la subcultura de internet, con sus códigos, canales y contenidos ha dado otra dimensión a los supremacistas. Tienen redes y un alcance global, nuevas fuentes de financiación, personajes mediáticos y políticos al más alto nivel al servicio de su ideología. No, masacres como la de Christchurch no son obra de personas solitarias o de sicópatas, el problema que plantean no es un problema de salud mental. Su ideología y sus propagandistas tienen un campo abonado en las redes y las corporaciones gigantes de internet no han hecho ningún esfuerzo serio y concertado contra el supremacismo y la islamofobia. Por desgracia, no solo ha sido algo decepcionante, sino está siendo algo mortal, de manera creciente.

Presidentes y poderosos medios de comunicación han fomentado un clima social donde el musulmán, los refugiados y los inmigrantes son considerados como enemigos. Hacen lo que hacen y dicen lo que dicen porque así ganan elecciones. Los presentan como una alteridad que simboliza un colectivo infiltrado, desleal y deshumanizado. De hecho, han consagrado la islamofobia como una política pública que, mientras no se confronte con toda la radicalidad y urgencia, hace insuficiente la solidaridad y las oraciones por las víctimas de la siguiente masacre.

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