El sábado se celebraron elecciones en Nueva Zelanda y el laborismo, liderado por la primera ministra Jacinda Ardern, venció con rotundidad, logrando casi el 50% de los votos y la mayoría absoluta en el Parlamento. Es la primera vez que ocurre desde la reforma electoral de 1996. Dos grandes logros se atribuyen a la primera ministra: la gestión rápida y eficiente de la pandemia y la repuesta empática con las víctimas del atentado supremacista de Christchurch el año pasado.

A pesar de la rotunda victoria, la primera ministra declaró que la próxima semana se reunirá con Los Verdes para ver si es posible llegar a formar un gobierno de coalición. Una noticia así resulta sorprendente en este país, donde las mayorías absolutas se utilizan para imponer la voluntad del vencedor en todos los asuntos y vetar cualquier iniciativa de la oposición. Sin duda, se trata de otra cultura política, aunque también es innegable la aportación de Jacinda Ardern. Durante la valoración del resultado electoral, señaló que vivimos en un mundo cada vez más polarizado en el que se está perdiendo la capacidad de ver el punto de vista de los demás. Ante esa tendencia general, Ardern apostó por que Nueva Zelanda sea una nación que escuche y debata. A su juicio, las elecciones no son adecuadas para unir a la gente, pero que no tienen que separarla y terminó señalando que Nueva Zelanda es un país muy pequeño para permitirse el lujo de perder de vista la perspectiva de los demás. Con esa visión sobre el mundo y sobre el papel de su país, y con el claro objetivo de unir a la gente en una empresa común, es lógico y coherente que apueste por un gobierno de coalición, por encima de otras consideraciones como el resultado obtenido.

Es un brillante ejemplo de liderazgo. Sorprende tanto en Euskal Herria porque escasea esa generosidad guiada por la búsqueda de un fin común. Aquí, a menudo, la política se reduce a contar escaños para amarrar parcelas de poder. Estamos en las antípodas en todos los sentidos.