El viaje onírico y muy real de Joan Miró para convertirse en Miró, en el Guggenheim

Data

23.02.10 - 23.05.28

Lekua

Bizkaia - Bilbo

Las cerámicas de Miró también están en esta muestra.
Las cerámicas de Miró también están en esta muestra. (Monika DEL VALLE | FOKU)

Cuarenta años después de su muerte, la obra de Joan Miró (Barcelona, 1893 - Palma de Mallorca, 1983) sigue siendo fascinante, porque no ha perdido esa atmósfera enigmática tan suya, entre naïf y onírica, ese mundo entre místico y antropológico tan característico de la obra creada por este innovador y poético artista catalán. Las mujeres, los insectos, los colores y las noches de Joan Miró se han instalado en el Guggenheim de Bilbo, en la primera retrospectiva que le dedica el museo bilbaino y con la que se abre la temporada expositiva de este año.

‘Joan Miró. La realidad absoluta. París, 1920-1945’ está comisariada por Enrique Juncosa y permite conocer de primera mano 25 años claves en la trayectoria de Miró, años históricos intensos –periodo entreguerras, Guerra Civil y la Segunda Guerra Mundial– y una etapa que pivota alrededor de París , la ciudad en la que, de alguna manera, se hizo artista y creó un corpus propio. Hasta que llegó a las ‘Constelaciones’, la serie con la que se hizo definitivamente famoso. De hecho, en la muestra se puede ver una de las primeras constelaciones que pintó.

Aunque Miró fue un creador prolífico, por contra, conseguir reunir esta exposición no le ha sido fácil a Juncosa, como él mismo ha reconocido, porque la obra del catalán se encuentra dispersa por numerosos museos de todo el mundo. ¿Y la realidad absoluta a la que hace referencia el título de la muestra, de dónde le viene? «Remite a una frase del poeta André Breton, líder del movimiento surrealista, quien habla de una nueva realidad absoluta que incorpora el mundo interior de los artistas y los poetas a la realidad exterior».

De lamias y sueños

De alguna manera, se puede decir que la retrospectiva que acoge el Guggenheim permite conocer cuál fue el viaje interior de Miró para llegar a ser Miró. Se pueden ver los primeros cuadros del artista, en los que ya se percibe ese ‘algo’ que le hizo único: por ejemplo, un ‘Autorretrato’ (1919), en el que media camisa es de una forma, la otra distinta –para demostrar su dualidad– o una campesina, ‘Interior (la masevera, 1922-1923) con pies de animal, casi de lamia.

También resulta sugerente observar, según se va pasando por las diferentes salas, cómo va cambiando su obra, cómo varían los colores, los materiales... todo. Muy enraizado en la naturaleza, desde aquella época que pasó en Mont-roig (Tarragona) para recuperarse de una enfermedad, Miró tuvo su primer contacto con las primeras vanguardias en su Barcelona natal con aquellos Robert y Sonia Delaunay y Marcel Duchamp que se había refugiado en la ciudad durante la Primera Guerra Mundial.

Era una Barcelona culturalmente emergente, con personalidades como Miró o el compositor Frederic Monpou, por ejemplo, pero que al pintor le parecía provinciana. Su primer viaje a París, a principios de los años 20, fue toda una revelación. «Tuvo un fuerte impacto en él; de hecho, luego estuvo sin poder pintar un tiempo», ha apuntado Juncosa. Paseaba por París de noche, se perdía en sus calles. No le interesaban los monumentos. Buscaba otra cosa; buscaba encontrar la magia del arte, encontrar las raíces del arte primitivo, un nuevo lenguaje en su interior.

Metido en aquel ambiente casi de iniciados de la vanguardia artística, se relacionó con poetas, pintores... era un mundo cerrado, surrealista, absurdo con hasta sus ritos de iniciación. Experimentaban con todo, sustancias legales o ilegales, o con sus cuerpos. Ahí está por ejemplo ‘El Saltamontes’ (1926), creado tras las alucinaciones que le provocó un ayuno prolongado.

Antonin Artaud, Paul Elourd, René Magritte, Max Ernest, Alfred Jarry, Paul Klee, André Breton, Tristán Tzara... a Miró le interesaban las innovaciones formales que estos creadores planteaban, su rechazo de la lógica, de los lugares comunes y de la tradición. Aunque el catalán era de un carácter bastante cerrado, era uno de ellos. Se le puede ver en tres retratos fotográficos que le hizo Man Ray en 1930, con una cuerda, recuerdo de una ‘gracia’ que André Breton le hizo a Miró en una reunión, al hacer cómo que lo ahorcaba. Él, serio, flequillo en un lateral, mirada despierta.

El cuadro más caro, la serie más famosa

Un paseo siguiendo la cronología de sus cuadros permite también hacer un recorrido por una etapa convulsa de nuestra historia reciente. Está la alegría de los años de entreguerras plasmada en los azules de ‘Pintura’ (1927), una obra más conocida por ‘Mujer con sombrero rojo’ –por cierto, en 2020 en Sotheby's, se vendió por 24,5 millones de euros, entonces la cifra más alta alzanzada por un Miró, aunque luego se ha vendido otra más cara–, y está también la tristeza en la oscuridad de las 27 pinturas que hizo sobre paneles de masonita durante el verano en el que comenzó la Guerra del 36. Por cierto, no queda nada de aquel moral que pintó en 1937 para el Pabellón de la República en la Exposición de París.

Y está también el exilio en París, y una nueva huída a Normandía con el estallido de la Segunda Guerra Mundial. En Normandía empezó a pintar las ‘Constelaciones’, las obras en la que definitivamente creó su lenguaje de signos constelados: «Después de pintar, mojaba mis pinceles en aguarrás y los secaba sobre hojas blancas de papel, sin seguir ideas preconcebidas. La superficie manchada me estimulaba y provocaba el nacimiento de formas, figuras humanas, animales, estrellas, el cielo, el sol y la luna. Dibujaba todas estas cosas, vigorosamente con carboncillo. Una vez que había logrado el equilibrio en la composición y ordenado todos estos elementos, empezaba a pintar con gouache, con la minuciosidad de un artesano o de un hombre primitivo; esto me llevaba mucho tiempo», le escribió a su amigo Roland Penrose.

Eran 23 constalaciones en total, realizadas entre enero de 1940 y setiembre de 1941 y que terminó en Mallorca, donde se instaló con su familia huyendo de la guerra. Cuando se mostraron en Nueva York, en la galería Pierre Matisse, en 1945, causaron un gran impacto. Fue su reconocimiento... aunque hasta los años 50 no se convirtió en un grande, en conseguir el reconocimiento de ser uno de los artistas más relevantes del siglo XX.

La exposición permanecerá en el Gugenheim bilbaino hasta el 28 de mayo. En una sala se proyectan los extractos de tres episodios del mítico programa ‘Trazos’ (TVE) de Paloma Chamorro. Merece la pena escuchar al artista hablar de su obra, desde su estudio en Mallorca, ese lugar mágico que diseñó para él Sert.

Tarifas: entre 6,5 y 13, gratuito algunas franjas.

Horario: Martes a domingo, de 10.00 a 19.00; abierto los lunes 2 de enero y 1 de mayo.

 

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