Siempre que atravesaba una autopista camino de alguna cárcel española, Sevilla, Puerto, Curtis, Topas... tenía la impresión de que eran carreteras que no llegaban a ninguna parte, que se perdían en una línea indefinida donde solo el reflejo del sol marcaba el momento del amanecer o del atardecer. Como muchos familiares y amigas de presos vascos, iba y volvía con un sentido del tiempo y del paisaje doloroso. Ahora, en apenas diez minutos llego a la prisión de Zaballa y la autovía se delimita con los montes que conozco, sin embargo, sigo visitando a un amigo preso. Es en el momento de la visita, en el saludo y en el adiós tras un cristal, cuando una se da cuenta de que todavía más de cien mujeres y hombres de Euskal Herria continúan en prisión, sometidos a interpretaciones legislativas más parecidas a la venganza política que a cualquier legalidad que sea mínimamente justa. Fuera, en las calles, el apoyo popular hacia ellos y ellas persiste sin desfallecer, caminando en la autopista invisible de la solidaridad ideológica y política, donde los kilómetros se pierden en los millones de pasos que da un pueblo en lucha por su gente. Pienso que cuando escribo esto es ayer y que mañana, hoy, a Bilbo, deberíamos de acudir como el amanecer del poeta, «con los puños cerrados» y memoria en la mirada.