Patxi ha regresado a su pueblo, Altsasu, y, con él, se ha llevado la bandera palestina que todas las tardes alzaba con firmeza por el paseo de la playa. En esta burbuja de indiferente calma donde estoy, donde nadie se hace preguntas inconvenientes, la acción de Patxi ha sido como la narración espontánea del genocidio que sufre el pueblo palestino y una clara denuncia al sionismo de Israel. No es la imagen del representante de Palestina ante el Consejo de Seguridad de la ONU llorando y gritando ¡basta ya! al «horror» de los crímenes de Netanyahu, no. Tampoco las explicaciones que daba a quienes le preguntaban el porqué de su gesto tenían el soniquete de las actuales y tardías declaraciones de gobiernos y periodistas condenando el genocidio o pidiendo el embargo de armas a Israel. Lo que ha hecho el de Altsasu lo ha hecho como si tal cosa, con la determinación del compromiso anónimo de quien siempre sabe a qué lado debe de colocarse cuando el humanismo salta por los aires y la crueldad se instaura en el hacer político. Un proceder que no acompaña a los 20 países que se reunieron en Madrid para hablar de Gaza y no han tenido el valor ni la voluntad para emitir un comunicado unitario condenando a Israel. Como dice un amigo, la «prioridad del negocio aplasta los derechos humanos».