Corría el año 500 A. C. Las ciudades griegas de Asia Menor mascaban en silencio una rebelión contra los tiranos nativos designados por el Imperio Persa para gobernarlos sin compasión. En ese contexto, y según cuenta el historiador Heródoto de Halicarnaso, Histieo de Mileto se encontraba aislado en la corte del rey persa, sin forma de ponerse en contacto con su compatriota y líder de la insurgencia Aristágoras, para indicarle cuándo debía dar comienzo la revuelta.Tras mucho pensar, Histieo encontró la fórmula: mandó afeitar la cabeza a un esclavo y le tatuó sobre el cuero cabelludo el mensaje que quería transmitir. Después, esperó a que le creciera el cabello, con lo que el recado quedó oculto y listo para ser enviado. El general estaba satisfecho con su idea, puesto que al ignorar el esclavo el contenido del mensaje, este nunca lo hubiera podido rebelar, aun bajo tortura. Ya en Mileto, el esclavo se afeitó la cabeza y comenzó la insurrección. Los espías no nacieron en la Guerra Fría. Lo hicieron en el mismo momento en el que alguien llegó a la conclusión de que la información es poder. «Scientia potentia est», decían los clásicos. Este concepto, que es tan antiguo como la guerra, ha sufrido en nuestros días una drástica revisión, una actualización 3.0: la desinformación es poder. Las redes sociales, que nacieron como una promesa para refundar la democracia, como la gran oportunidad para el activismo político y el contrapoder ciudadano, son hoy la principal cadena de transmisión de los mensajes totalitarios de quienes las controlan. Si en el mito de Platón la caverna proyectaba las sombras distorsionadas de una realidad que se nos oculta, nuestra sociedad vive atrapada en esas redes controladas por quienes desarrollan algoritmos diseñados para reforzar creencias y potenciar prejuicios, para construir un universo artificial de conocimiento cerrado bajo siete llaves que demoniza, o directamente impide, el acceso a la información veraz, a la realidad. Algo así como el principio del fin de la democracia. No es tarde, pero tampoco podemos esperar: afeitemos a Musk y que comience la revuelta.