La República Popular China se define a sí misma, en el primer artículo de su constitución, como un «Estado socialista bajo la dictadura democrática popular, dirigido por la clase obrera y basada en la alianza obrero-campesina». En el terreno político, el artículo 2 establece que «todo poder en la República Popular China pertenece al pueblo» bajo el liderazgo exclusivo del Partido Comunista. En lo económico, determina que «la base es la propiedad pública socialista de los medios de producción, es decir, la propiedad de todo el pueblo y la propiedad colectiva de las masas trabajadoras». No obstante, puntualiza que «las economías individuales, privadas y otras economías no públicas que existen dentro de los límites prescritos en la ley son componentes importantes de la economía socialista de mercado». Para entendernos: China es un Estado comunista con empresarios. Y con una mano dura, muy dura, la de Xi Jinping, poco menos que un emperador. Aunque con algunos retos aún sin resolver, el modelo parece funcionar. China representa cerca del 17% del PIB mundial en términos nominales, solo por detrás de EEUU. Es la mayor economía real del planeta, si se mide por capacidad de compra interna y el principal exportador mundial. Se encuentra entre los tres primeros en innovación tecnológica y para 2025 espera cerrar un crecimiento real del 4,8%. El relato oficial de la historia, desde el año del nacimiento de Jesucristo, sitúa a Occidente en el centro del dominio global en los niveles económico, político, militar y cultural. Desde el primigenio imperio romano hasta la actualidad: el imperio bizantino, el español, la Gran Bretaña y EEUU. China vive en el año 4723, el de la Serpiente de Madera. Vacunada contra el dominio al que las grandes corporaciones como Amazon, Microsoft, BlackRock o Tesla someten a los Estados del mundo, el país asiático se esmera en construir un futuro en el que se reivindica como sólida y orgullosa alternativa a la hegemonía occidental. No solo como potencia económica. También como civilización.