La semana pasada se celebró el Día Mundial del Elefante, una jornada que pone el foco en la crítica situación por la que atraviesa esta especie y busca la concienciación sobre la importancia ecológica que tiene su conservación. En solo 30 años ha desaparecido el 90% de los elefantes de bosque, y en medio siglo, el 60% en la sabana. Se estima que hay entre 415.000 y 540.000 en África, frente a las decenas de millones que se contaban a principios del siglo XX.Los elefantes son fascinantes. Tienen uno de los cerebros más grandes del reino animal y una estructura cognitiva compleja que favorece la memoria, el aprendizaje y la empatía. Son capaces de planificar, resolver problemas y usar herramientas, como modificar ramas para espantar insectos. Sienten y expresan emociones como alegría, tristeza, ira, miedo… y muestran conductas de duelo hacia sus muertos. Un elefante puede llegar a los 70 años. A lo largo de su vida, disponen de seis juegos de muelas. Cuando el último se desgasta, ya no pueden triturar los alimentos y mueren de inanición. Hasta no hace tanto, esa era la principal causa de muerte de estos paquidermos. No tenían depredadores naturales. Su tamaño, sus colmillos y su fuerte conciencia de grupo los hacían imbatibles. Todo un reto para el mayor de los asesinos del planeta: el ser humano. Los cazadores matan alrededor de 20.000 elefantes al año para extraer sus colmillos. Un centenar de ejemplares cada día. Además, nos hemos encargado de destruir a conciencia su hábitat natural a través de la deforestación, la expansión agrícola, la minería y la urbanización. Es como si los odiáramos.Este planeta, su biodiversidad y sus ecosistemas están bajo amenaza de muerte. Y su muerte es la nuestra. La solución está precisamente en el ejemplo de los elefantes, en su respeto extremo por el hábitat en el que viven. Sus sendas milenarias conectan agua, alimento y refugio, constituyen una línea de vida que garantiza una supervivencia basada en la memoria. La misma a la que el ser humano parece haber renunciado.