Anjel Ordóñez
Anjel Ordóñez
Periodista

Prostitución

Salvo casos estadísticamente insignificantes,las mujeres se ven abocadas a comerciar con su cuerpo como último recurso, asomadas al precipicio de la desesperación

En una modesta aproximación al intenso debate sobre el presente y el futuro de la prostitución tengo un par de certezas, ninguna receta y mucho respeto por las opiniones autorizadas, variadas y generalmente bien fundamentadas, sean en uno u otro sentido. Tal y como yo lo veo, como fenómeno global, la prostitución es la hija bastarda del patriarcado y el capitalismo, la representación descarnada del dominio que ejerce el hombre sobre la mujer, en este caso en el terreno sexual y en parámetros que determinan la superioridad por razones de clase y de género.

August Bebel describió el concepto hace ya más de 150 años: «La prostitución es una institución social necesaria de la sociedad burguesa, al igual que la Policía, el Ejército permanente, la iglesia y la clase capitalista». Engels, por su parte, buscó el origen histórico y situó el fin del ancestral derecho materno en el auge de la civilización griega, en la que el hombre degradó a la mujer asignándole un doble papel de procreación de herederos legítimos y cuidadora doméstica, y apartándola de cualquier esfera de la vida pública. Algo que se ha reproducido con poca variación hasta nuestros días. En ese ámbito, la sociedad patriarcal helena impulsó el papel de las prostitutas como la cruz «recreativa» de una moneda cuya cara representaba la casta esposa condenada a parir y limpiar.

De ahí venimos, pero ¿a dónde vamos? Como en cualquier proceso de interacción humana, las aristas son considerables y de ahí la complejidad del debate. Pero aquí va otra certeza: no existe la prostitución voluntaria. Salvo casos estadísticamente insignificantes, las mujeres se ven abocadas a comerciar con su cuerpo como último recurso, al borde de la desesperación. Y eso, en el mejor de lo casos. En el peor: la trata, la esclavitud sexual, la degradación absoluta del ser humano por razón de sexo.

Como decía, ninguna receta. Prohibir no supone abolir, y regularizar parece éticamente obsceno. Como con las zarzas, hay que ir a la raíz: concienciar, educar. El problema es que no hay tiempo y el sufrimiento no admite demoras.

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