El lenguaje, como representación bastante fiel de la esencia del ser humano, es complejo, dinámico, contradictorio. A veces resulta austero y otras generoso, en unas ocasiones sutil y en otras tremendamente directo. Es preciso cuando hace falta, pero también ambiguo cuando conviene. Es creativo, pasional, alegre, emocional. Puede parecer estricto, atado por normas y academias, pero pronto se revela libre de cadenas y cercos. Es infinito, intemporal. Puede ser el trebejo del artista, o ser arte en sí mismo. Pero, sobre todo, el lenguaje es poderoso, capaz de moldear pensamientos, emociones y realidades.Hay muchos ejemplos de lo que digo. «Sé tú el cambio que deseas ver en el mundo», dijo Mahatma Gandhi, una de las figuras centrales no solo del personamiento moderno, sino del compromiso con el activismo y la búsqueda de una sociedad más justa. Se atribuye a Simón Bolívar: «Un pueblo que no conoce su historia, está condenado a repetirla», profundidad condensada y aviso a navegantes. Y Malala Yousafzai pensó y dijo: «Un niño, un maestro, un libro y un lápiz pueden cambiar el mundo».Por el borde del humor hay perlas muy valiosas: «Sé tú mismo; todos los demás ya están ocupados», un consejo del siempre afilado Oscar Wilde, quien también confesó que «como mala persona, soy un completo desastre». Un maestro, Groucho Marx. «Damas y caballeros, estos son mis principios. Si no les gustan, tengo otros», «La justicia militar es a la justicia lo que la música militar es a la música», «No puedo decir que no estoy en desacuerdo con usted». Ironía, humor y sátira. En estado puro.Y luego están quienes, desde la retórica del poder, pretenden parecer profundos y trascendentes, pero desnudan su frivolidad y petulancia. Aquí, Rajoy reinó durante mucho tiempo: «Cuanto peor, mejor para todos. Y cuanto peor para todos, mejor, mejor para mí el suyo. Beneficio político». Pero ha llegado Donald Trump a disputarle el cetro: «Sé palabras. Tengo las mejores palabras. Pero no hay palabra mejor que estúpido». Rajoy daba pena. Trump da miedo.