El curso político ha empezado y, aunque el Gobierno ha dejado atrás la tremenda tormenta que supusieron los informes policiales sobre Santos Cerdán, las cosas no pintan demasiado diferentes. La apertura del año judicial es buen termómetro. El Estado vive una situación muy anómala en la que la oposición política es solo una parte de la oposición y ni siquiera la más importante: es el Poder Judicial quien parece tener más interés en derribar al Gobierno.Venimos de 2017, cuando fueron los jueces quienes tomaron las riendas de la respuesta al independentismo y optaron por encausar a cualquiera que osara avanzar en la agenda independentista, encarcelando incluso a los líderes políticos. «Comer y rascar, todo es empezar», dice el refrán, y parece que algo similar pasa con hacer política desde los tribunales. No pudieron parar en el independentismo y enseguida continuaron con Podemos. Aquí hay que señalar algunas cosas. Primero, que como en el poema de Martin Niemöller, el PSOE ha necesitado que fueran directamente a por ellos para comenzar a levantar la voz sobre las actuaciones de algunos jueces. Segundo que, aunque de tanto en tanto lo señalen (lo hizo Sánchez en una entrevista en TVE y le valió no pocas críticas), no parece que el Gobierno tenga previsto hacer nada más allá de las declaraciones contra el descontrol de un poder del Estado. Esta inacción, que en el PSOE consideran la única actuación prudente y la que garantiza que la sangre no llegue al río, es en realidad la peor opción, porque da aire a unas actuaciones que cada vez tenderán a ir a más. Empezaron por forajidos del sistema, como eran los indepes, pero ya han llegado a la columna vertebral del Ejecutivo y no dudarán en derribarla. El liderazgo de la fracción ultra del Estado es tal que, si llegara a caer este Gobierno, lo que sucedería no sería un PP con mando en plaza, sino un Núñez Feijóo títere de otros poderes mucho más peligrosos.