No todo lo que pasa es responsabilidad de los políticos, ni de las instituciones, ni de las políticas públicas. Pero es cierto que muchas de las cosas que pasan pueden ocurrir porque no hay nadie haciendo nada para que no ocurran. Incluso, a veces, fenómenos que las instituciones dicen condenar y combatir, en realidad están directamente fomentados por las decisiones que estas toman. La distancia entre las políticas públicas y el discurso de la mayoría de gobernantes se ha ampliado tanto que alguno se va a matar cayendo por ese abismo.El caso del turismo y sus efectos es uno de los más claros. De poco tiempo a esta parte, solo los alcaldes más carcas sostienen aún el discurso de que los viajeros traen prosperidad y que a más visitantes, más renta para el municipio, cosa que está descartada por la evidencia. En cambio, pese a que ediles como el de Barcelona, del PSC, pero también incluso los del PP en ciudades como Málaga o Sevilla, hablan de la necesidad de poner coto al monocultivo turístico, apenas hay medidas serias para hacerlo. Lo que pasa en Barcelona, de hecho, es lo contrario. En los últimos dos años la ciudad ha redoblado una línea de promoción que pasa por los eventos deportivos. Primero fue la Copa América, a estas alturas defendida por pocos, cuando ya el mal está hecho. El año que viene tendremos la salida del Tour, un evento que se paga y no precisamente a precio barato. Todo esto mientras se hacen esfuerzos por mantener un gran premio de Fórmula 1, ahora que Madrid también compite. El deportivo es un botón que sirve como muestra de la poca franqueza de los gobernantes de la capital catalana cuando consideran que el turismo ha llegado a su límite. Si lo creyeran, no seguirían poniendo dinero público en eventos que solo reparten ganancias en forma de promoción. Y entenderían que esta disonancia entre lo dicho y lo hecho es un magnífico generador de desafección, ya que hace pensar a la ciudadanía que la política es una herramienta inútil para conseguir lo que se propone.