La ley de Memoria Democrática aprobada en el Congreso contiene una carencia que prácticamente la desactiva de entrada porque no deroga la ley de Amnistía y sus efectos. Aquella norma del año 77 es el cordón umbilical entre el ordenamiento de la dictadura y el actual, garantiza la impunidad de los crímenes del fascismo en el Estado y supone un obstáculo insuperable para el acceso a la justicia de las víctimas.
La nueva ley, con la descontada ayuda de la cúpula judicial, acepta ese muro entre los delitos y la justicia con el pretexto de hacer avances en materia de memoria y reparación. Pero cualquiera sabe que no puede haber memoria ni reparación sin justicia o, mejor dicho, si se permite que siga imperando la ley del vencedor. ¿Dónde está la verdad si no hay forma de realizar investigaciones judiciales para aclarar lo ocurrido? Por si fuera poco, se excluye de forma explícita el derecho a la reparación económica.
La cosa ni siquiera se aguanta desde una óptica gradualista. Primero porque han pasado nada menos que 45 años desde la muerte del dictador. Y segundo porque el gradualismo es precisamente la trampa de los que pretenden que la memoria sea un ejercicio inocuo y aséptico, sin consecuencias. Por eso ahora hay avances en materia de fosas que el PSOE rechazó en 2007. Porque se puede cuando pasa suficiente tiempo, es decir, cuando ya no molesta. Poca memoria, si necesita el permiso de quién la niega.
El texto aprobado en el Congreso se queda tan corto que arrastra a quienes lo apoyan por activa o por pasiva, prácticamente todas las izquierdas. Las estrategias de los partidos, sus negociaciones y juegos de mayorías son todas legítimas, tanto si resultan acertadas como si no. Pero avalar un texto que no acaba con nuestra ley de Punto Final ni supone una ruptura definitiva con aquel pasado va más allá de asumir contradicciones o de tragarse un sapo. Es entrar por la puerta grande al consenso desmemoriado de la Transición. Las víctimas que llevan toda la vida esperando se merecían algo mejor.
Por la puerta grande al consenso de la Transición
El gradualismo es precisamente la trampa de los que pretenden que la memoria sea un ejercicio inocuo y aséptico, sin consecuencias
