Pongo todo el empeño del que soy capaz en tratar de evitar convertirme en uno de esos señores que solo saben juzgar con severidad a los que son más jóvenes que ellos. Creo, de hecho, que el rasgo que más rápidamente te convierte en viejo es no saber reconocer nada positivo de las generaciones que te vienen por debajo y amenazan con sustituirte. Por eso intento tener una actitud comprensiva para todos aquellos que pueden disfrutar de una juventud que a mí se me escapa entre los dedos.Por eso me dolió ver a tanta gente joven (sé que no fue un fenómeno exclusivo de los jóvenes ni de todos los jóvenes) romantizando el apagón que tuvimos el pasado lunes. Lo he visto en las redes sociales, en el antiguo Twitter y en Instagram. Chavales que vivieron el momento como una experiencia divertida e incluso transcendente a nivel positivo. Una oportunidad para «reconectar» con un tiempo pasado sin tecnología y socializar «en la calle». Ya entiendo a qué carencias apelan quienes tiraron por aquí. Pero no puedo dejar de pensar que cualquier análisis de la realidad debe pasar siempre por ponerse en el lugar de quien tiene peores condiciones para afrontar lo que ocurre. Y no hace falta hacer dramas, pero un apagón como el que ocurrió en toda la península ibérica deja por fuerza a muchísima gente desprotegida. Es una situación de emergencia que puede tener consecuencias mucho más duras para algunos que estar un rato sin luz e internet. Por eso veo tan cínico y tan egocéntrico la romantización de ese momento. Que es una cosa que, en parte, ya vivimos hace cinco años, cuando había quien parecía estar encantado con el confinamiento y las durísimas condiciones de vida que impuso la pandemia. Porque la realidad es que lo que para algunos puede ser una tontería, o una fiesta, para otros se convierte en una pesadilla, Y cualquier mínimo sentido del deber cívico debe pasar con empatizar con aquellos que están peor.