El poder pudre las entrañas y oscurece el pensamiento. Esta máxima del zapatismo revolucionó los discursos y prácticas sobre el poder. Es un planteamiento que desnuda su esencia, entendiendo que este es el fundamento de toda opresión, de toda dominación y que, cualquier alternativa pasa no por su conquista, sino por su abolición tanto en las relaciones económicas, políticas y culturales como en las personales. Exterminarlo ha de ser el objetivo de toda revolución.
Hinkelammert F. y Jiménez H., en su obra "Hacia una economía para la vida", al igual que Foucault M. en las entrevistas recogidas en "El poder, una bestia magnífica", aportan desde un punto de vista histórico-político interesantes visiones que nos llevan a otros escenarios de acción colectiva diferentes al fracaso de la llamada conquista del poder. Plantean que solo abstrayéndonos de la muerte podemos pensar un tiempo lineal, continuo y sin fin. Así, el progreso es una manzana que lleva un gusano dentro y sobre esta base se levanta el mito del poder, que es un mito sacrificial. Lo podemos resumir así: «hay que dar muerte para asegurar la vida», y el criterio al que se recurre para este «dar muerte» es el orden y la guerra. Todos los mitos del poder a lo largo de la historia se fundamentan en este principio.
Desde esta premisa del sacrificio necesario se legitima la extinción de la biodiversidad étnica y cultural, la destrucción de la naturaleza, los genocidios, la aniquilación de la disidencia o la criminalización de las clases peligrosas. Es la muerte producida por el mercantilismo del «laissez faire, laissez mourir» cuando no la muerte directa o el castigo institucional a través de los sistemas de control formal (militar, policial, penal).
Mientras el poder se redefine, cada vez más asesino y obsesionado en encubrir los crímenes que perpetra para reproducirse, también cada relación de poder posibilita una resistencia siempre y cuando la ética del sujeto individual y político no se fundamente en el principio del «yo vivo si te derroto a ti».