Una persona, por término medio, pasa alrededor de 7 horas al día delante de una pantalla (móvil, televisión, ordenador) según diversos estudios (TIC, OCU, Telefónica, AIMC, Hootsuite y We Are Social). Si buscamos aquello que nos une, una de las cuestiones en las que podemos coincidir es en la permanente sensación de saturación que nos provoca ver el mundo a través de imágenes seleccionadas, editadas y machaconamente repetidas por quienes detentan el poder económico, político y digital. Estamos saturadas de las mismas noticias de siempre que no son sino el cebo para provocarnos ansiedad y así, recurrir a consolarnos consumiendo los productos que nos venden en las concadenadas campañas publicitarias en las que se han convertido todas las efemérides festivas.La espectacularización de las masacres imperialistas, de la corrupción estatal o de la violencia machista, se nos muestra en medio de la vorágine mercantil que anuncia los remedios consumistas más eficaces para una vida feliz, eso sí, para quienes se dejan engañar y se los pueden pagar. Mientras nos invitan a mirar a otra parte y a acostumbrarnos a insensibilizarnos ante las atrocidades cotidianas. Saturadas de pantallas, de patrañas, de falta de empatía colectiva hacia las personas más vulneradas, de la disolución de la solidaridad como respuesta a la opresión del otro, de la destrucción de todo vínculo que trate de liberar a un sujeto enjaulado en sí mismo. Pero sin ánimo de ser optimista, la peligrosa verdad desnuda el hecho de que todo lo que necesitan para reproducir el orden actual tiene fecha de caducidad: los discursos vacíos, los recursos naturales e incluso su capacidad de manipularnos. Sabemos que contemplamos el mundo desde la percepción construida por los artífices de un modelo socioeconómico exponencialmente desigual y devastador en una continua huida hacia delante. Chocamos ya con la imposibilidad de su perpetuación hasta el infinito. Y ya, irremediablemente, nos enfrentamos al dilema de extinguirnos o edificar una nueva sociabilidad.