En el Estado, hay una casa por cada 1,8 habitantes. Más de 26 millones de parque de vivienda y 48 millones de personas contando con los denominados «sin papeles». Cada vez más familias viven en alquiler precario. Son ya una de cada cuatro. La juventud no puede acceder a un crédito bancario para hipotecarse de por vida y convertirse en esclava de los bancos. Cada vez más gente vive en la calle y crece el número de familias enteras con menores que pernoctan en ella. Sin embargo, el 15% de las viviendas están vacías, es decir, aproximadamente unos cuatro millones.
La banca y el Estado se «okupan» de regular los precios de la vivienda, el parque de viviendas disponibles y, en definitiva, de someter a la población a una precariedad habitacional que le es muy rentable económica y políticamente. Pasa lo mismo con la migración. El español es un Estado con un crecimiento vegetativo cada vez más negativo, es decir, más defunciones que nacimientos al año, debido al envejecimiento de la población. Si la población crece algo, es debido a que el saldo migratorio es positivo. Dicho de otro modo, gracias al trabajo precario de la migración en edad reproductiva y productiva, los «españolitos» y los «vasquitos» no vamos extinguiéndonos.
Mientras, casi una de cada tres casas están habitadas por una sola persona, y, habitualmente, no porque hayan elegido vivir solas. Es sobre todo el caso de la población anciana. La población pobre y migrante mayoritariamente vive hacinada en pisos ínfimos y precarios. Quizás, en lugar de construir más edificios, lo que interesa a los bancos, a los gobiernos y al holding del cemento (tan poderoso en Euskal Herria), habríamos de transformar nuestro modelo de sociabilidad que condena a muchas personas a vivir solas y a otras a malvivir en la indigencia. Sobran casas, faltan personas, así como lugares y tiempos que faciliten la convivencia en un mundo en el que a los citados poderes les interesa que vivamos aislados y desconfiando hasta de nosotras mismas.