Alberto Pradilla
Alberto Pradilla

Que el miedo cambie de bando

José Miguel Domingo murió solo, desesperado. Se ahorcó en la misma casa que el banco ya había previsto arrebatarle. No quiero imaginarme qué sintió durante los meses previos, cómo se rompió la cabeza buscando cualquier alternativa ni cuándo perdió la esperanza. Cuántas veces le cerraron la puerta de la sucursal como si fuese invisible. Qué se le pasó por la mente cuando echó un último y angustioso vistazo a su alrededor. No me atrevo a decir nada más. El dolor, la desesperación, son sentimientos íntimos, sagrados, merecedores de un respeto absoluto, mudo y sobrio. José Miguel Domingo no pudo más; le empujaron al abismo y no encontró razón para agarrarse a alguna rama.

Una vez dicho esto, estaríamos enfermos si no nos parásemos un momento a pensar qué llevó a este hombre a colgarse en el patio de su domicilio. Solo un hipócrita, un cínico o un esclavo podrá comprar esa versión de lo dura o injusta que es la vida, así, sin explicaciones, como si las cosas ocurriesen de repente, flotantes, sin relación unas con las otras.

No lo olvidemos: aquí hay una víctima. Y también, unos verdugos.

Llegados a este punto, no puedo dejar de pensar en uno de los monólogos de Tyler Durden, el protagonista de El Club de la Lucha. En una de sus míticas arengas, cuando prepara a sus particulares soldados del Proyecto Mayhem, el activista del caos recuerda a los de arriba:

"Perseguís a la gente de quien dependéis, preparamos vuestras comidas, recogemos vuestras basuras, conectamos vuestras llamadas, conducimos vuestras ambulancias, y os protegemos mientras dormís, así que no te metas con nosotros".

¿Y si pusiesemos en práctica estas enseñanzas?

Imaginemos que el miedo cambia de bando. Pensemos, por un momento, en una sociedad en la que la verguenza no paraliza a quien no puede pagar sus facturas sino a aquellos que se lucran con la miseria del resto. ¿Qué ocurriría si el día a día de cualquier persona que participa en ese ritual macabro que es echar de su vivienda a una familia se convirtiese en un infierno? Los directores de oficina que firmaron el desahucio, los responsables políticos que aportaron la cobertura legal, los policías que desangraron, mueble a mueble, la vida de una familia. ¿Qué pasaría si su nombre y apellidos fuesen públicos, si cientos de persones le increpasen por la calle, le persiguiesen cuando sale de casa, en el momento en el que se dirige a su oficina, en el restaurante o en el cine? Soñemos con una sociedad en la que es el usurero quien padece el desprecio generalizado y no el pobre. Que el terror al "qué dirán" y a las consecuencias de sus actos se instala en ese 1% que mira desde las alturas y nos regaña por sufrir los efectos de políticas que no hemos decidido. Que la gente trata a los ideólogos y ejecutores de esta estafa con el mismo e implacable desprecio con el que ellos han dispuesto de la vida de tantas personas.

¿Qué tiene que suceder para que quien se apoya en la seguridad de tener la sartén por el mango tema a una ciudadanía realmente cabreada?

No creo en la venganza como fórmula de aplicación de la justicia popular. Aunque, a la hora de transformar radicalmente el estado de las cosas, cada vez tengo más clara una cosa: es necesario que el miedo cambie de bando.

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