Hasta hace poco la palabra «protocolo» se definía de dos maneras: o como conjunto de reglas formales propias de la diplomacia, reglas que son normas; o como conjunto de reglas de cortesía propias de las relaciones sociales, cortesía que es costumbre.Sin embargo, y en apenas lo que llevamos de pandemia, la relevancia que ha adquirido esta palabra ha sido espectacular. De estar confinada en los recovecos del lenguaje diplomático o haciéndose pasar por cortesana, el «protocolo» ha llegado a nuestras vidas en todas las acepciones posibles: como antídoto para cualquier pregunta que incomode; como ser supremo a quien se deba ciega obediencia; como la más socorrida excusa con que justificar errores, fallas, deficiencias, una pésima gestión... El protocolo se ha hecho sitio en el top-10 de sustantivos más usados del mundo, pero mi habitual equipo de investigación también me ha confirmado un hecho aún más preocupante, y es que la emisión de protocolos es muy desigual y que hay zonas de riesgo, especialmente las residencias de mayores en las que la transmisión del protocolo sigue al alza sin que se reduzca el «confinapienso neurometral» de sus gestiones.Hace doscientos años, Simón Rodríguez, luz que tuvo el mundo, insistía: «Enseñen a los niños a ser preguntones para que, pidiendo el porqué de lo que se les manda hacer, se acostumbren a obedecer a la razón y no a la autoridad como los limitados, ni a la costumbre como los estúpidos».Ahora hay que obedecer el protocolo como estúpido y porque lo dice la autoridad.(Preso politikoak aske)