No pienso que lo que Occidente entiende por razón desde hace veinticinco siglos deba regir cada minuto de nuestras vidas y explicar cada uno de los fenómenos cotidianos a los que asistimos, las más de las veces, impávidos. ¡Qué pesadez! ¡Qué vida más invivible e imbebible! Sería de un aburrimiento atroz. A donde iría a parar la literatura, otra forma más de explicar lo que sucede. La poesía carecería de sentido y los deseos y pasiones serían un compendio de manuales de instrucción dictados por los que se denominan profesionales. El sexo veríase reducido a un frote-frote cansino para intercambio de fluidos. ¿Dónde quedaría el cabrón del inconsciente, por otra parte tan creativo? Curiosamente, no entenderíamos la mayor parte de los chistes denominados inteligentes. Existen ámbitos, como la ética y la política, en los que la llamada razón debe dirigir las acciones humanas, y otros en los que la dirección de las mismas debe quedar en manos de lo deseable, lo agradable e incluso lo pasional, sin perder de vista en ninguno de los momentos «lo razonable». ¿A santo de qué viene toda esta estúpida perorata?, se preguntará el sufrido lector. Pues bien, a la terrible sensación de hastío y desasosiego que ha anidado en mi alma desde que la lógica argumentativa, ese maravilloso constructo como adaptación al medio que el intelecto humano fuera desarrollando durante siglos, siempre en pugna contra las falacias interesadas de los que copan los privilegios y de quienes les sirven, para así mejorar la vida del conjunto de la especie; esa lógica del argumento, digo, no está sirviendo en la actualidad. Como en las lejanas guerras de religión y en los no tan lejanos fascismos, los canallas, con sus interesadas mentiras, están copando los lugares donde se decide nuestra vida. Dueños de las tecnologías que transmiten el discurso. Antaño poseían púlpitos e imprentas, Goebbels dispuso de la radio, ahora controlan algo absolutamente invasivo para la mente como es internet. Con la vista puesta en la pantalla resulta difícil ver el abismo.