Aunque el asunto acerca de la verdad resulta en extremo peliagudo y siempre provisional; sobre las mentiras se pueden establecer certezas definitivas. Una sola excepción da al traste con la regla a pesar de lo que reza el manido refrán.Es lo que tiene el tan cacareado como necesario consenso social entre sujetos sociales desiguales; que, a fuerza de aceptar como si fuesen verdad ciertas mentiras, acabamos por tildar de mentira ciertas verdades. ¿Por qué nos dicen que las leyes son iguales para todos si primigeniamente fueron redactadas en beneficio de los menos para perjuicio de los más? ¿Acaso no han seguido reformándolas a su antojo en todos los órdenes de la vida? En lo penal, en lo laboral, en lo administrativo... Acrecentando el control de nuestros cuerpos, en un tiempo y un espacio perpetuamente vigilados, con objeto de dificultar las posibles respuestas por el aumento del malestar que generan las nuevas relaciones sociales. Lo dijo nada menos que un marqués cen el siglo XVIII: «¿Es justa una ley que obliga al que nada tiene el respeto de los derechos del hombre que lo tiene todo? La respuesta es no». Era Sade. Acabó preso en La Bastilla. ¿En qué momento la violencia se volvió «condenable venga de donde venga»? ¿Es que alguna vez se fue? La deslocalización de fábricas, los despidos, los desahucios, la disminución salarial que hace ser pobre aun trabajando, la constante incertidumbre que conlleva la precariedad, la represión de la protesta... ¿no son muestras suficientes de la violencia fundacional del orden existente? Hay quien dijo que el fascismo no consiste tanto en impedir decir sino en obligar a decir, y dijo verdad. De ahí esta suerte de fascismo en que se ha convertido el consenso. Quizá sea hora de reforzar la apuesta por el disenso, por el antagonismo que refleja lo real. Perder el miedo a que el nuestro sea un discurso estructurado por verdades provisionales siempre que tengamos la honradez de rechazar, de manera diligente, aquellas que poseamos la certeza de haberse demostrado falsas. Urge.