Los conceptos son campos de batalla. En torno a ellos se libran mil batallas: apropiación, descalificación, adulteración, simplificación, banalización, resignificación, distorsión... Radicalidad no escapa, por supuesto, a estas disputas. Cuando escuchamos esta palabra podemos percibir significados muy diferentes. Dicen de alguien que da el paso de formar parte de una organización «yihadista» que se ha «radicalizado». Es bastante habitual hablar de radicalidad como sinónimo de extremismo, de lo que en un momento y en un contexto determinado es considerado excesivo, en definitiva. Incluso se asocia con violencia: la prensa de derechas habla continuamente de «altercados» protagonizados por «radicales» y no se refieren, claro está, a policías partiendo la cara al personal.Sin embargo, radical sería, atendiendo a la etimología de la palabra en las lenguas romances, aquello que tiene que ver con la raíz. Un planteamiento radical sería, en esa lógica, aquel que afrontar los problemas de fondo. Lo radical opuesto a lo superficial. Sin embargo, se ha ido imponiendo ese otro significado, que identifica radicalidad con fundamentalismo y extremismo, contraponiéndolo con moderación, racionalidad y equilibrio. Suena aquí la vieja categoría del pensamiento imperial-colonial: lo radical sería lo bárbaro, frente a la moderación propia de la civilización. Pero nos encontramos también con otras derivaciones, en las que, desde posiciones dogmáticas, se niega la complejidad de las realidades sociales en nombre de la radicalidad. En mi opinión, abusar de la brocha gorda no es radicalidad, sino más bien renunciar al pensamiento crítico y su pretensión transformadora, con sus matices y sus contradicciones. Por ejemplo, decir que en estos 10 años nada ha cambiado en Nafarroa no me parece un análisis radical, sino una frivolidad. El problema con algunas posiciones actuales −como la elevación del todo o nada a principio central− no es que sean demasiado radicales, sino que no lo son en absoluto.