Cuando Craso derrotó la rebelión liderada por Espartaco hace más de 2.000 años, crucificó a 6.000 prisioneros en la Vía Apia. Lejos de ocultar un crimen tan atroz, buscó su máxima exposición, porque este espectáculo formaba parte de la represión y de la función disciplinadora que le daban las élites romanas tras el tremendo susto de ver a sus esclavos alzados en armas. Y es que la crueldad no es una excepción, sino una constante histórica en las oligarquías dirigentes de aquí y de allá, sobre todo cuando perciben riesgo real o imaginario de perder sus privilegios.El genocidio en Gaza, culmen de la crueldad a cielo abierto en nuestro tiempo, tampoco está siendo ocultado, sino retransmitido en directo con todo lujo de detalles, aunque paradójicamente, Israel practique la censura e impida la labor periodística. No es que se quieran evitar las imágenes más estremecedoras, sino que los genocidas se reservan a sí mismos la función de airearlas a los cuatro vientos alardeando de su impunidad. Aunque pueda parecer que se intenta evitar que el mundo sepa qué está ocurriendo, la pretensión final es que el mundo sepa, efectivamente, qué está ocurriendo para que tome nota de lo que eso que se ha dado en llamar Occidente está dispuesto a hacer antes del perder el dominio del planeta. Esto no va solo de Palestina, ni de esa región del mundo, esto va del poder global y de los intentos para evitar que se consolide un sistema multipolar. La crueldad es una estrategia, no un daño colateral. Siempre lo ha sido: la historia del colonialismo es la de la crueldad sin límites, modernizada, tecnificada, industrializada… siempre en nombre de la civilización. Y a ella vuelve una y otra vez, sobre todo cuando se agrieta esa imagen civilizadora. Ante esto, hay que alinearse en el lado correcto de la historia, contra el proyecto vil y criminal que esta crueldad representa, con el fin de hacer posible un mundo donde estas atrocidades sean imposibles.