Ochenta años después del final de la Segunda Guerra Mundial, se multiplican los intentos de distorsión de la historia para justificar comportamientos actuales, y es por eso que tenemos varios candidatos al título de vencedor del nazifascismo.La evidencia histórica documentada, sin embargo, es rotunda, tanto en el número de personas muertas, heridas o desplazadas, como en la localización de los escenarios de combate y la destrucción de territorios y recursos, pasando por la envergadura de las operaciones militares y sus resultados. También nos dicen mucho sobre lo ocurrido las crónicas de las actitudes de las potencias liberales ante el auge del fascismo, como mostró el caso del abandono de la república española a su suerte. Ocurre, sin embargo, que quien inundó el mundo de relatos y películas sobre la contienda, quien marcó las pautas de su recuerdo «pop», fueron los Estados Unidos. Y lo hicieron en la lógica de una guerra fría en la que el papel de la Unión Soviética, China y las redes partisanas de izquierdas debía ser ocultado a toda costa para poder identificar socialismo con totalitarismo. Así, millones de personas creen todavía que fue el Pato Donald quien derrotó a los nazis y puso fin a sus genocidios. Entendido el Pato Donald tal y como lo definieron Mattelart y Dorfman, esto es, como representación, como cara risueña del imperialismo y la burguesía. Claro que, como afirmaron esos mismos pensadores hace ya unas décadas, «detrás del azucarado Disney, el látigo», un mundo similar a un orfelinato en el que «los huérfanos no tienen dónde huir». Esta es la realidad actual de eso que se ha dado en llamar Occidente, con el látigo en la mano de un Trump risueño convencido de que, pese a que nos maltrate, no tenemos donde huir. Este aniversario podía servir para que Europa pensara sobre su situación y su futuro, aprendiendo del pasado y situándose en la actual transición hacia un mundo multipolar. Pero el Pato Donald es, como diría Rajoy, muy y mucho Pato Donald.