Nadie hubiera podido sospechar que tras la cara amable del Abbé Pierre, una de las personalidades más queridas por la sociedad francesa –cura resistente frente al nazismo, defensor de los sin techo, diputado de los pobres, fundador de Emaús–, se ocultara una cruz de sombra tan alargada. Nadie... excepto el Vaticano, que lo supo, al parecer, una vez que el susodicho estiró la pata. Así lo ha hecho saber el propio papa Francisco en mitad de su gira por Asia en la que ha precisado que, si bien París y Roma tenían noticias de las acusaciones de violencias sexuales a Henri Grouès, antes ángel y ahora «un terrible pecador», la noticia llegó tarde, una vez que el acusado descendió a los infiernos. Pero sucede que no es cierto. Desde los años 50, cuando la figura del abate era ya internacional, sus impulsos sexuales eran ya problemáticos para la alta jerarquía eclesiástica. La cuestión es que hacía tanto bien, que el mal no quiso verse, explican. La verdadera cuestión es que a pesar del bien que hacía, el mal era suficientemente doloroso como para haberlo detenido, y no se hizo. Se dejó hacer, como en otras tantas ocasiones en las que, por la paz, un avemaría. Y ante el inmovilismo vaticano, contrasta la respuesta de Traperos de Emaús, dando la cara dispuestos a indemnizar a las víctimas a pesar de que esta cruz no es suya.