En vísperas de que ante el tribunal de Baiona deban desfilar siete activistas por ayudar a 36 personas a cruzar la muga del Bidasoa durante la Korrika, varios miles de personas recorrieron el borde de ese mismo río al que París ha querido convertir en un océano infranqueable en el que en estos últimos años varios migrantes que perseguían una vida mejor han acabado ahogando sus sueños ante la indiferencia de gente como Manuel Valls, hijo también de migrantes, pero de los de piel clara y europea. El flamante ministro de Ultramar, que seguramente desconocía la marcha convocada por la plataforma J'accuse, apareció ayer mismo en un diario regional francés para declararse favorable a «una inmigración próxima a cero», un número que le define perfectamente como persona, a él como a Trump, que acaba de describir a Gaza como un «sitio de demolición» convertido en cementerio y escombros del que desplazar por la fuerza a Egipto y Jordania un millón y medio de almas. «Toda persona tiene el derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un Estado», reza en su artículo 13 una Declaración Universal de los Derechos Humanos que, a los 77 años de su proclamación, se encuentra en tal proceso de demolición intelectual que, como se verá mañana en Baiona, han convertido en delito la solidaridad.