Nicolas Sarkozy, ese sucedáneo de Napoleón moderno, abanderado de una Francia para la que creó un fallido ministerio de Inmigración e Identidad Nacional, ha acabado condenado por un delito de corrupción a un año de prisión que, por ser quien fue, se queda en doce meses de arresto domiciliario con brazalete electrónico. Desde la televisión de su casa, y a la espera del proceso que le juzgará por la presunta financiación ilegal de su campaña presidencial de 2007 por parte del régimen de Gadafi, el expresidente francés seguirá con sorpresa cómo el ahora primer ministro François Bayrou, ese centrista petimetre que en las residenciales de 2007 se negó a apoyarle y que en las de 2012 se situó abiertamente al lado del socialista Hollande, vuelve con un debate sobre la identidad nacional y un posible referéndum sobre la inmigración que, más que un proyecto democristiano, parece una propuesta salida de la campaña de Sarkozy, seguramente la más extrema en la historia de la derecha tradicional francesa. Ni a él se le hubiera ocurrido someter los derechos humanos a votación popular. Pero son otros tiempos… O no. Porque ese mismo día, la justicia de Las Landas condenaba a un joven a diez meses de prisión por robo. Su identidad no ha trascendido, pero está claro que no se apellida Sarkozy.