París lleva cuatro días ardiendo con la gasolina de 49.3 octanos que decidió utilizar el Elíseo al comprobar que su reforma no terminaba de arrancar en la cámara baja. Macron puenteó la aprobación de la reforma de la jubilación provocando una chispa que ha prendido cientos de hogueras de indignación. Y ahora, los editorialistas del presidente denuncian la violencia de las calles, acusando a la extrema izquierda de buscar «la humillación y la destrucción del Estado» frente a una extrema derecha cristiana y devota ella que este fin de semana, mientras los diablos comunistas lo incendiaban todo, se afanaba en pasear a San Galderico por la Catalunya septentrional como solución para provocar las lluvias que terminarán de una vez por todas con la sequía. Y mientras tanto, recogen la ira que precipita, la de aquellos que han visto su representación legítima y democrática violentada por un poder que no respeta sus derechos. ¿Para qué sirve entonces el Parlamento? Para nada, repite una extrema derecha cada vez más empoderada. «Si no quiere violencia, acepte la democracia», aconsejó ayer Mélenchon. Como si a Macron le importara. Porque a no ser que se saque otra reforma de la manga, cuando finiquite este mandato, a sus 49 años y 3 meses, ya no podrá ser pirómano por tercera vez. Otra llama a la puerta.
Llama
¿Para qué sirve entonces el Parlamento? Para nada, repite una extrema derecha cada vez más empoderada. «Si no quiere violencia, acepte la democracia», aconsejó ayer Mélenchon. Como si a Macron le importara.