Desde que a finales de los ochenta un director de secundaria de un colegio de las afueras de París expulsara a tres chicas por llevar un hiyab argumentando que ese pañuelo es “contrario al principio de laicidad”, la polémica sobre el llamado velo islámico no ha dejado de crecer. Poco importa que cubrirse el cabello tenga más que ver con un hábito cultural que con un precepto religioso: la resimbolización de esta tela, que también la vimos en las monjas que hicieron cola para despedir al Papa Francisco, ha hecho de ella una bandera que unos enarbolan como rasgo identitario y otros combaten en pro de la uniformización republicana y de un laicismo que no se aplica con el cristianismo. Hace pocos días, cuando una adolescente que portaba un hiyab fue asesinada a puñaladas por un compañero de clase admirador de Hitler, el ministro de Interior, en la misma ciudad de Nantes a donde acudió apresuradamente pensando que se trataba de otro “acto terrorista islamista”, declaró que se trató simplemente de un “suceso de sociedad”, quizá porque el velo no estaba del lado correcto. O quizá porque él y otros como él lo llevan en los ojos. Seguro que si los velos islámicos fueran tricolor no habría problema. O sí, que siempre hay quien pone todo en tela de juicio. Ayer, por ejemplo, Baigorri se vistió de raíces inquisitoriales. Tela con los símbolos.