No me gusta hablar mal del periodismo porque se hace siempre frívolamente, vulnerabilizando a profesionales, muchas veces precarios, que trabajan en condiciones laborales y sociales adversas para la excelencia profesional. Pero nuestro periodismo falla a la hora de ofrecer el contexto y el análisis de fondo que reclama la opinión pública sobre los Estados Unidos de América, una nación cuya realidad nos interpela constantemente, que tiene un poder decisivo en la escena internacional, de cuya producción cultural somos consumidores habituales y a la que nos permitimos mirar poco y por encima del hombro, como si para una persona progresista fuera lo mismo el antiamericanismo que el antiimperialismo.

Me abochorna la naturalidad con la que los periodistas decimos que los Estados Unidos nos dan pereza; nos sorprendemos de que la gente sepa más que nosotros; asumimos que si no sabemos algo no debe saberlo nadie –atreviéndonos a escribir cosas como que nadie podía imaginar la dimensión del problema racial en un país que fue a la guerra civil por ello– y nos permitimos hablar de la ignorancia del pueblo americano como si no fuéramos nosotros los que ignoramos el nivel del pensamiento crítico de sus periodistas, activistas, intelectuales, artistas y humoristas.

Solo por el monumento a la libertad de expresión que han construido merecerían los Estados Unidos un poco más de interés por parte de los periodistas que hemos visto una turba de supremacistas blancos asaltar el Capitolio y nos hemos preguntado por qué les dejaba pasar la policía –¿hace falta responder?– y hemos equiparado a Trump con Biden, como si no estuviéramos diciendo una insensatez que insulta la labor del inédito movimiento de base que estos últimos años ha vertebrado la nueva mayoría legislativa que debería servir para mejorar las condiciones de la clase trabajadora y evitar que el experimento americano entre en fase de disolución.