Una mujer ayuda a parir a una zombi. Como sucede cuando nos permiten alumbrar juntas, se sitúa frente a ella en cuclillas y la sostiene con sus manos y su mirada. Vale, ocurre en “28 años después”, y acabo de destriparos un poco esta película en cartelera, nunca mejor traído, hablando de zombis. Mis amigas y yo también nos agarramos en el cine, conmovidas en medio del apocalipsis, y no solo porque presenciar un nacimiento bien acompañado siempre emociona. Trasgredir el mandato de temer a la otra, olvidar que la otra debe ser tu enemiga y asistirla, como harías con una igual. Me obsesiona en qué paralizante lugar nos deja acomodarnos en la necesaria identificación del oponente, y, por tanto, de nosotras mismas.Las risas que nos echamos a costa de nuestros opresores, ya sean policías, curas, españoles, otros machos, o familias heteros, ocupando toda la acera con su lentitud y su aburrimiento. El problema es que, de tanto repetirlo entre las nuestras, lo que empezó como exageración liberadora y paródica se transforma en verdad inmutable sobre «los otros», el simple y vil enemigo. Atribuir inmutabilidad a otra gente te vuelve a ti esencialista, muestra y refuerza tu esencialismo. A ver, aquí, de cierta creencia determinista no nos libramos nadie, por herencia cultural judeocristiana, y por puro vagas. Por eso mismo, conviene ir revisándose a una misma, ¿hace cuánto que permanezco aposentada aquí, en mi excelencia, en la idea de que yo tengo la razón y el otro no cambia? Hace dos noches, mi amada Verónika Arauzo nos condujo hasta la orilla del Arga para un ritual de conexión, con su pentagrama trazado en la tierra, su fuego y su sortilegio en latín. Brujería queer. Ella es puta y activista puta, y de camino a casa me contó que está organizando un encuentro con abolicionistas de la prostitución para conversar, con sus supuestas archienemigas. Seamos más putas, también en el acercamiento a la otredad. Mirémonos en la mirada de la zombi, igual su mordisco nos transforma de una manera que no está mal.