Bah, ya lleva semanas en la cartelera, voy a destripar “Emilia Pérez”. Obvio que corrí a verla: tantos años vagando por un desierto cultural sin referentes de las mías, y las pocas veces que nos colábamos en las pantallas éramos asesinas y además odiosas, o puro trauma. Pronuncia ante cualquier bollera que ronde el medio siglo las palabras Go fish y la verás sonreír. Creo que fue la primera vez que nos acomodamos en las butacas, en 1994, disfrutando esta peli sobre un grupo de amigas y amantes lesbianas a las que les pasan mil cosas más que sufrir, que son distintas entre ellas, complejas y absurdas como cualquiera. Claro, estaba escrita por una pareja de tías y dirigida por una de ellas, Rose Troche. No digo que solo una lesbiana puede narrar a otra lesbiana, pero si a mí se me antojara escribir un cuento protagonizado por mineros, de alguna manera bajaría a la mina. Vuelvo a “Emilia Pérez”: qué despropósito. ¿Por qué un director francés que ni habla español iba a idear y dirigir una película sobre un capo del narco méxicano que cambia de sexo para no ser detenido, y una vez renacida como mujer deshace el mal que perpetró como hombre, para al final regresar a sus depredadoras andadas? La propia Emilia Pérez parece sacada de la mente calenturienta de una terfa que propaga su odio a las mujeres trans. Porque, señor creador blanco, si no revisas tus prejuicios que son tan poco originales, aunque tú te creas un creador absolutamente original, los reproduces. Y para revisar tus prejuicios, hay que bajar al barro. Eso sí, pudo rodar en México, pero inventarse México en París le permitió hablar de las más de cien mil personas hechas desaparecer allá sin tener ni puta idea. “¿Qué cosecha un país que siembra cuerpos?”, le hace cantar Dahlia de la Cerda a Medea, mientras acompaña a un grupo de madres que buscan en la tierra a sus hijitos malogrados. ¡La diosa griega en la encrucijada de las violencias actuales en México!, pero funciona. Qué maravilla el tercer libro de esta forajida de Aguascalientes, “Medea me cantó un corrido”. Qué delicia criticona que coincidan las dos obras.