David regenta una tienda de alimentación que antes dirigió su madre, Feli. Una tienda pequeña en una calle pequeña de un pueblo. En la puerta no hay títulos pretenciosos y nada llama a engaño. No hay colores de moda ni mobiliario de diseño. A mí me parece una boutique, una delicatessen, pero lejos de asemejarse a lo que estamos acostumbradas, no promete nada, no hay marketing. Los productos de los caseríos cercanos conviven con otros que él selecciona con criterio y un gusto refinado. Y algo está claro: si no se lo cree, no te lo vende. Me da la sensación de que David vive bien, de que es feliz. Trata con mimo y franqueza a su clientela y desprende alegría. Y por eso casi cada día paso por allí a comprar frutas que saben a frutas. Me gusta saber que existe y que resiste (porque nadie puede obviar que en este mundo lo pequeño resiste). Pero en cualquier caso goza de buena salud, o eso parece, y eso es muy de celebrar. Hoy lo celebro aquí y además me voy a permitir un paralelismo. Pienso a menudo sobre ser David en la música. Tener un proyecto honesto, de calidad, y compartirlo con la gente. Con la que todavía cree en lo local y en la exquisitez de hacer lo que se dice y ofrecer verdad. Y siento que hay una fuerza mayor, la presión de lo macro, de las multis y de todes les que se han creído el cuento del mainstream. Todas esas que van con la lengua fuera queriendo ser Amancio, pisando si hace falta, compitiendo sin escrúpulos y brindando a deshoras con empresarios puestos de farlopa. Esas que explotan a sus equipos y se ahogan en canciones copiadas de otras canciones que apestan a comida rápida. Son la fuerza mayor y el mal también mayor. Pero no solo hay que atender a lo que se ofrece (algunas en su cruz llevan ya su penitencia). Como clienta, oyente, también es necesaria una pensadita sobre a quién compras las lechugas y las entradas. Si pudiera, os dejaría sonando una canción de Elvirus y Anadie: "Si se acaba". Amancios de la música: que os jodan. Yo quiero ser David el de la Feli.