Ainhoa Güemes eta Zaloa Basabe Blog
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Pandora encadenada (I)

-- La autora de este texto es Natalia Gardeazabal, especialista en Historia y profesora de instituto

 

Nuestra sociedad occidental se ha ido construyendo a lo largo de los siglos sobre una serie de presupuestos que al ser caracterizados como “naturales” o “esenciales” se han convertido en prácticamente incuestionables. Se ha conformando así una hegemonía en la que una serie de ideas, valores, tradiciones y discursos se han perpetuado frente a otros; se han reproducido y se siguen reproduciendo, haciendo parecer que las cosas son así porque no pueden ser de otra manera.

Pero las categorías con las que se identifica a las personas como iguales o diferentes son construcciones sociales que no reflejan naturalezas ni esencias sino que expresan y transmiten relaciones de privilegio y subordinación.

El patriarcado es uno de los pilares fundamentales sobre los que se ha sustentado esta hegemonía, porque en él se apoya y sobre él se construye el principal entramado de dominación existente; el que la mitad de la población, la constituida por las personas de género masculino ejerce sobre la otra mitad, las de género femenino.

Kate Millett en su “Theory of sexual politics” subraya que a pesar de lo silenciosa que sea su apariencia presente, la dominación por razón de sexo es probablemente la ideología más extendida en nuestra cultura y la que le proporciona su principal concepto de poder.

Esto es así porque nuestra sociedad, al igual que todas las civilizaciones históricas, es patriarcal. Señala la filósofa americana que este hecho se hace evidente si uno se fija en el ejército, la industria, la tecnología, la ciencia, las universidades, la política institucional, las finanzas,... cada avenida del poder en nuestras sociedades, incluyendo la fuerza coercitiva ejercida por la policía, está completamente en manos masculinas.

La sociedad patriarcal, mediante una elaborada y re-elaborada retórica ha relegado sistemáticamente a las mujeres a una posición de subordinación y marginalidad. Mediante estos discursos hegemónicos y a través de los metarrelatos que los han sustentado se han construido identidades de género absolutamente sesgadas.

El relato mitológico, y sus posteriores reelaboraciones es un ejemplo de cómo el ser humano, de manera más o menos consciente o inconsciente, ha utilizado su capacidad para simbolizar al servicio de dichos discursos; para significarlos, justificarlos y perpetuarlos.

Por ello, al abordar el análisis del mito no podemos extraer de la ecuación la variable “género”, ya que si lo hacemos nos resultará imposible entender el desarrollo de la cultura, la sociedad, las instituciones, la política y la historia y sobre todo, nos impedirá dar cuenta de la razón por la cual unos sujetos, las mujeres, ocupan esa posición de subordinación frente a los otros, los hombres.

El género es inherentemente histórico, ya que es producto de la cultura humana. Es una construcción social, se trata, como lo define Joan Scott, de la forma de referirse a la organización social de las relaciones entre los sexos. Este concepto de género, forjado por las feministas americanas de los años 70, pone el acento en la cualidad fundamentalmente social, histórica y contingente  de las distinciones basadas en el sexo. En mi opinión es una herramienta valiosísima para adentrarnos en el conocimiento e interpretación de los mitos, porque el género, además de ser el elemento constitutivo de las relaciones sociales basadas en las diferencias que distinguen a los sexos, es también la forma primaria de las relaciones significantes de poder.

Los mitos forman parte de esos metarrelatos de construcción de identidades sociales y culturales. Los relatos de la mitología greco-latina y la Biblia sirvieron ( y de alguna manera siguen sirviendo) de piedra angular para el desarrollo de un tipo de sociedad donde los individuos están sujetos a las estructuras de poder, donde ciertos grupos de personas, principalmente las mujeres, son silenciados y relegados al papel de subalternos en relaciones completamente asimétricas que son precisamente las que construyen los roles sociales y las que organizan los discursos a través de los que nos imaginamos a nosotros mismos y damos sentido a nuestra existencia.

Aceptando que el término mito admite múltiples definiciones, no puede considerarse nunca una deformación de la historia, ni una historia contada en su propio provecho; el mito surge de una motivación, de una búsqueda, de una necesidad de encontrar el patrón esencial que subyace en el escenario del mundo para poder comprender el significado y el valor de la vida y adquiere ese significado dependiendo del contexto social. No cabe duda de que a lo largo de los relatos de la mitología encontramos ejemplos claros de refuerzo y legitimación de los sistemas de dominación y explotación de las mujeres que responden a un patrón cultural que prima lo androcéntrico, lo falocéntrico y seminal entendido como agente activo frente a lo femenino, descrito como pasivo y receptivo (Tomás de Aquino se preocupó por legitimar esta idea al afirmar que el padre tiene que ser más amado que la madre y merecer mayor respeto, porque su participación en la concepción es activa y la de la madre simplemente pasiva y material).

Porque, como expresó Foucault, el poder engendra verdad y el mito se encuentra en el centro del aparato ideológico del poder que luego se transferirá a la filosofía y a la religión. Se podría abundar en la materia pero baste recordar presupuestos aristotélicos como el de considerar la naturaleza femenina como portadora de un defecto natural, idea que recogerá posteriormente Tomás de Aquino al caracterizar a la mujer como un hombre imperfecto o un ser accidental.

La función primordial del mito es paradigmática y etiológica ya que pretende mostrar cómo debería ser el comportamiento del individuo en la sociedad; el mito explica el mundo- de una manera peculiar, frente a las tramas verosímiles de otro tipo de narraciones o frente al esquema abstracto de las explicaciones lógicas-. Los mitos nos proporcionan pistas valiosas para adentrarnos en el ethos de una determinada sociedad, sus creencias, sus costumbres y sus construcciones políticas.

Los antropólogos funcionalistas afirman que los mitos sirven para fijar modelos ejemplarizantes de los ritos y acciones humanas significativas, pudiendo ser así considerados como una “guía vital”, ya que ayudan a explicar comportamientos y experiencias convencionales. El mito es así una manera de representar la realidad, de dar sentido a los acontecimientos, situaciones y actuaciones del hombre y tiene valor como instrumento mental para representar el mundo, y domesticarlo.

Si hay un mito donde este interés se observa claramente, este es el mito de Prometeo, al proveer una explicación sobre el origen de la cultura, al mismo tiempo que el mito de Pandora desarrollaría una etiología del mal.

El mito de Prometeo -al que va asociado el de Pandora- es un mito de origen, un mito civilizador, y por ello es también una reflexión acerca del sentido de la historia y de la técnica.

Nos ha llegado del mundo griego clásico - tras un indudable proceso de transmisión oral- en tres versiones literarias que reflejan diversas intenciones y ponen de relieve perfiles distintos: los relatos de Hesíodo en Teogonía  y Trabajos y Días ; la tragedia de Esquilo Prometeo encadenado y la versión que Platón nos ofrece en el Protágoras. Desde estos relatos fundadores hasta nuestros días, muchas han sido las reelaboraciones del mito: cabría mencionar el tratamiento cómico de Aristófanes, la apología sofística en el diálogo de Luciano de Samósata Prometeo en el Cáucaso, las  versiones de Goethe -quien inaugura en el drama inacabado Prometeo (1773) la primera imagen del "hombre prometeico"- o las lecturas de Nietzsche  y de Kafka, abordadas por Carlos García Gual  en su Prometeo: mito y tragedia.

Muchos son los pensadores y creadores que vieron en Prometeo un símbolo de la independencia del espíritu: Boccaccio, en De genealogia Deorum; Giordano Bruno; Francis Bacon; Calderón de la Barca con La estatua de Prometeo (1669); Rousseau, en Discurso sobre las ciencias y  las artes (1750); Voltaire, que aprecia su lucha contra un tirano celoso y todopoderoso en Pandore (1740); la personal versión de Shelley, Prometheus Unbound (1820); la visión próxima al superhombre nietzscheano de Carl von Spitteler, Prometheus und Epimetheus (1880); la de André Gide en Prometeo mal encadenado (1899); el Prometeo rebelde de Albert Camus en L'Homme révolté (1951) o el ensayo Promethée aux enfers (1946).

La imagen transmitida por el mito se perpetúa en el imaginario literario occidental, y por ende en su transmisión cultural. Tres poemas de tres cimas de la literatura europea occidental pueden servir de ejemplo: El primero es obra del poeta inglés del s. XVII John Milton, quien en el libro IV de su Paraíso Perdido utiliza la figura de Pandora para remarcar el paralelismo con la Eva bíblica, reproduciendo el estereotipo de pérfida y engañadora. La topografía del cuerpo femenino aparece disociada en esa dualidad -interior, exterior- que lo caracteriza en muchas representaciones patriarcales: “ …más hermosa que Pandora a quien los dioses dotaron con todos sus dones, ¡ah! y muy semejante a Eva por el triste resultado que produjo, cuando conducida por Hermes, ante el imprudente hijo de Jafet, fascinó a la especie humana con sus seductoras miradas, a fin de vengar a Júpiter del que le había robado el fuego auténtico…”

En segundo lugar, un icono de la poesía romántica del s. XIX, Lord Byron describe en su poema Prometeo al titán como un hombre que se entrega decididamente a la reflexión, que busca, infatigable, la verdad, crea sistemas de pensamiento, cultiva las artes y la técnica para dominar la naturaleza y dar firmeza a su propia existencia y a su futuro, afrontando peligros, penalidades y hasta la muerte misma en el cumplimiento de su proyecto emancipatorio.

Y, en tercer lugar, unos versos del poema dramático en cuatro actos en el que Percy B. Shelley recupera y reescribe el mito de Prometeo. Este texto es el epítome del romanticismo visionario inglés del s. XIX. En él el poeta sigue un esquema dualista de oposición de contrarios (una concepción binarista muy arraigada en la estructura de pensamiento esencialista y universalista de la época): poder/subyugación, sometido/tirano, súbdito/déspota, conocimiento/ignorancia; en definitiva, la perpetua dualidad entre el bien y el mal.

Este choque representado entre Zeus/Júpiter y Prometeo es un recurrente leitmotiv en la literatura y un mito fundacional de la cultura occidental, donde Prometeo, mito insignia de los románticos, representa lo humano.

Shelley recupera la figura del titán ladrón del fuego empujado por la rebeldía estereotípica del Romanticismo, por su rechazo al mecanicismo explotador, su comunión con las fuerzas de la naturaleza, y sobre todo, por su aquiescencia con los movimientos revolucionarios crecientes en la época que le tocó vivir; Shelley había nacido en 1792, año en el que Thomas Paine, líder intelectual de la revolución de las colonias norteamericanas, publicó “The Rights of Man”. Prometeo, el hombre. Los derechos, del hombre. La mujer, ausente; subsumido su cuerpo, obviada su alma, dado por sentado su espíritu y silenciada su palabra.

 

Natalia Gardeazabal

 

(El próximo domingo publicaremos aquí la parte II de este trabajo)

 



 

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