La desnazificación de Ucrania, junto con su neutralidad y el reconocimiento de la anexión de Crimea, son las exigencias que, según Macron, Putin le habría presentado como el ultimátum de la delegación rusa en la mesa negociadora a sus interlocutores ucranianos.
Loable objetivo. Cuando no deja de ser cierto que los sucesivos gobiernos ucranianos desde el EuroMaidan, e incluso en el interregno de la «Revolución Naranja» de 2004, no han querido, o sabido, frenar a unos grupos ultraderechistas minoritarios, pero legitimándolos por constituir la primera línea (batallón de Azov y otros) en el sentimiento anti-ruso y en el frente en la guerra del Donbass.
Occidente, y sobre todo la UE, han hecho poco, cuando no nada, en utilizar su innegable ascendiente sobre Kiev para que se desmarcara claramente de esos grupos, que han logrado en todos estos años elevar a sus líderes históricos a la categoría de héroes, con monumentos o calles dedicadas.
Sorprende, incluso, que Zelensky, presidente judío, rusófono y liberal en la guerra cultural que asola al mundo, no haya tenido margen de maniobra alguno para dar un puñetazo encima de la mesa y revocar los guiños de los expresidentes ucranianos Yushenko y Poroshenko a esos grupos.
Sorprende, o no, ya que se sabe quién ostenta el poder real en Ucrania: los oligarcas. Como los oligarcas que mandan en Rusia, pero estos bajo la batuta de Putin.
Llegados a este punto, incluso si diéramos por buena la denuncia-exigencia de Rusia, cabría preguntarse si bombardear y atacar las ciudades en Ucrania y forzar el éxodo de cientos de miles de personas (algunos análisis presagian hasta 5 millones de refugiados) es eficaz para «desnazificar» un país.
Un país parte del cual, conviene no olvidarlo, apoyó a Hitler en la II Guerra Mundial, en parte por razones históricas y en otra buena parte por los no menos históricos errores de Rusia y de la URSS, entre ellos la gran hambruna (Holodomor), provocada por la colectivización forzosa de la tierra impulsada por Stalin en los años 30.
Se podrá argüir, apelando a la historia, que la lucha contra el nazismo y el fascismo bien vale una guerra.
Comparar aquellas y esta tiene bemoles y exige mucho estómago.
Pero, incluso asumiéndolo, resulta paradójico que, en su guerra por la «desnazificación» de Ucrania, Rusia haya enviado no solo a sus mercenarios de la Wagner –un modelo de movilización antifascista– sino a los milicianos chechenos a las órdenes del sátrapa pro-ruso Ramzan Kadirov.
Son los kadirovski, una fuerza de choque conocida, por temida, por la población chechena y por los defensores de los derechos humanos y/o por los disidentes rusos.
Toda una carta de presentación si llegan, a cuchillo, a Kiev.
A las ordenes de un Putin que apela al antifascismo mientras aplica, al interior y al exterior, políticas que no se le alejan mucho. Desde el conservadurismo más rancio a la prepotencia en su extranjero cercano.
Porque el nazismo, y el fascismo, son la marca de una época. Pero, hoy y siempre, son una práctica, un modus operandi a desterrar, en Kiev y en Moscú, en Grozni y en Almaty (Kazajistán), en Madrid y en París.
Denazificar se conjuga en plural.
