Dabid Lazkanoiturburu
Dabid Lazkanoiturburu
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El liberal Macron y la ultraderechista Le Pen se han vuelto «rojos»

El Estado francés vive una crisis política de tal magnitud que no pocos dan por clínicamente muerta a la V República.  

Una crisis que evidencian los resultados de la primera vuelta, que han condenado a la insignificancia electoral al gaullismo histórico y al socialismo francés, las dos grandes fuerzas que, –con los comunistas de convidados de piedra salvo la efímera coalición bajo la presidencia de Miterrand–  se han repartido el poder.

La articulación de la pugna política se mantiene pero sus actores han variado. Ya en la primera vuelta en 2017, el presidente liberal, Emmanuel Macron, y  la ultraderechista Marine Le Pen ocuparon, con porcentajes más ajustados, los dos primeros puestos.

El izquierdista jacobino Jean-Luc Mélenchon fue cuarto, a medio punto escaso del derechista François Fillon.

Que la lideresa del ex- Front National  y su rival ultra y colaboracionista Eric Zemmur hayan logrado casi un tercio de los votos y que La France insoumise de Mélenchon haya cosechado casi todo el voto de izquierda (otro tercio en total) evidencian que la crisis responde a un malestar social creciente, como han mostrado movimientos de protesta como los chalecos amarillos.

Un malestar que no se limita al Hexágono y que se extiende a Corsica (protestas por el linchamiento carcelero del preso político Ivan Colonna) y a los territorios sin descolonizar de Outre-mer.

Pero, más allá de las especificidades del Estado francés, ese malestar no es exclusivo y responde a una crisis global, se podría decir que de civilización, de Occidente.

Nuestro mundo ha cambiado. Y lo ha hecho en una dirección marcada por dos factores. De un lado, por la inevitable reivindicación de su trozo del pastel por parte de muchos países, incluso imperios, descartados durante siglos (China no es el único pero sí el paradigma). Y, por otro, por la propia evolución del capitalismo occidental, que renunció a la economía productiva sustituyéndola por un capitalismo financiero y una terciarización de la economía. Dos factores que se han retroalimentado.

El sociólogo y gurú Jérôme Fourquet aseguraba en un reportaje del dominical semanal «El País» («Francia de luz y penumbra», Marc Bassets, domingo 3 de abril), que el momento del cambio en el Estado francés fue el 31 de marzo de 1992, cuando se cierra la fábrica Renault en Billlancourt, región de París, «el símbolo más absoluto de nuestra historia industrial y de las luchas sociales de la clase obrera» y, 12 días más tarde, se inaugura Disneyland Paris. «De la fábrica al ocio y los servicios, del trabajo para toda la vida al empleo temporal» (Bassets).

Ese cambio, y la consiguiente sensación de orfandad de amplios sectores sociales, no se ha traducido en un refuerzo de la izquierda. Al contrario, el electorado ha girado hacia la «moderación» y hacia la extrema derecha, como atestiguan el revalidado primer puesto de Macron y la homologación electoral de la ultraderecha, imparable en este siglo XXI.

Porque no nos engañemos. El voto al PS francés no ha desaparecido totalmente. Simplemente ha optado, como en 2017 aunque en mucha mayor medida, por Macron, banquero y super-ministro de Economía en el gobierno de François Hollande.

Lo mismo puede decirse del voto de la derecha de Les Républicains. Si en 2017 Fillon logró amarrar buena parte del voto gaullista –lo que no le impidió quedar fuera de la segunda vuelta–, la candidata en 2022, Valérie Pécresse, no ha alcanzado ni el 5%, lo que evidencia que su ajustada victoria en la segunda vuelta de las primarias sobre el derechista sin complejos Eric Ciotti respondió más al aval que cosechó entre las elites del partido que a la voluntad de sus votantes.

El llamamiento del ex-presidente derechista Nicolas Sarkozy y del ex-primer ministro socialista Lionel Jospin a votar por el actual inquilino de El Elíseo se inscribe en el mismo plano elitista.

La sangría de Les Républicains ya se ha vertido en el voto al liberal Macron (4 puntos más que en 2017), a Zemmour (7% del total de votos) y a la propia Le Pen (2 puntos más).

El voto codiciado ahora mismo es el de los insumisos de Mélenchon, que ha recibido el impulso del voto útil de izquierda (tres puntos más que en 2017) –aunque ha vuelto a mostrar su techo electoral– y, en menor medida, el de los Verdes (menos del 5% de votos), que han vuelto a mostrar las limitaciones del voto ecologista en el Estado francés.

El problema para Macron es que ya ha sumado, a derecha y a centro-izquierda, y el riesgo para Le Pen es que no le baste el apoyo de los votantes de Zemmour y otras candidaturas residuales ultras.

De ahí que ambos estén multiplicando los guiños a la izquierda. El presidente se muestra dispuesto a revisar sus recortes sociales más draconianos –alargamiento de la edad de jubilación y recorte en las prestaciones sociales–. La hija de Jean-Marie Le Pen se presenta como defensora de los oprimidos y le acusa de mentir, mientras prosigue con su plan de ocultar las aristas más ultras de su discurso y propone referendos plebiscitarios, incluso para modular la inserción del Estado francés en la denostada UE.

El segundo problema para el inquilino de El Elíseo es su desgaste, evidenciado en que tanto Mélenchon como Le Pen le han aventajado en el voto de los sectores electorales más jóvenes.

Ante el hartazgo ante un Macron al que se identifica como «el presidente de los ricos» y criticado por su soberbia y su actitud desafiante (como cuando aseguró que quería «joder» a los antivacunas), Le Pen puede tener su oportunidad y atraer parte del voto de izquierda.

Y es que la transversalidad, de la izquierda radical a la extrema derecha, y viceversa, es un fenómeno que ha tenido multitud de ejemplos en la historia –poco analizados por corrección política–, y que ha vuelto a asomar recientemente en protestas negacionistas y antivacunas en plena pandemia en el mundo, donde se ha visto a ultras y a «¿izquierdistas?» de la mano en manifestaciones.

Los expertos electorales auguran que el 34% de los que votaron a Mélenchon lo harán con la nariz tapada por Macron. Que el 30% desoirá a su candidato y votará por Le Pen y que el 36% se quedará en casa.

Lo que le faltaba a la izquierda. Ser responsable de que gane Macron o Le Pen. O uno u otro por su abstención.

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