Dabid Lazkanoiturburu
Dabid Lazkanoiturburu
Nazioartean espezializatutako erredaktorea

La rehabilitación de la Siria de Al-Assad, de paria a comodín geopolítico regional

Las mismas satrapías del Golfo que impulsaron su expulsión en 2011 han dado la bienvenida a la Siria de Bashar al-Assad en la reciente cumbre de Yedda, Arabia Saudí.

La misma Siria de Al-Assad que hace doce años reprimió a sangre y fuego la «primavera» siria y provocó, junto con la injerencia de las potencias regionales, una guerra civil que ha dejado ya más de medio millón de muertos y el desplazamiento, interno o a los países vecinos de la mitad de sus 22 millones de habitantes, ha recuperado su asiento en la Liga Árabe, ocupado todos estos años por una serie de partidos     en el exilio que se reclamaban portavoces de la oposición siria.

¿Qué ha pasado para que el régimen, responsable de decenas de miles de desapariciones y torturas, de bombardear, según varias acusaciones con armamento químico a su propia población, sea ahora rehabilitado sin contrapartida alguna?

Nada y todo.

Nada. Porque, con la salvedad de Qatar, que abandonó la cumbre en señal de protesta, se demuestra que Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos, los más implicados en la reparación diplomática de Damasco, nunca tuvieron entre sus objetivos apoyar las reivindicaciones opositoras sirias. Al contrario, contribuyeron a militarizarla y a darle un marchamo islamo-yihadista que abortó cualquier posibilidad de cambi.

Todo. Porque a resultas de esto último, y del apoyo militar decidido de Rusia e Irán, la Siria de Al-Assad ha ganado la guerra, que no la paz ni el país, económicamente hundido y con vastas zonas bajo control salafista, kurdo y turco, sin olvidar la permanente amenaza desde el desierto de lo que queda del Estado Islámico.

Consciente de que le basta con el sostén de Moscú y de Teherán, Al-Assad ha esperado pacientemente a que, uno tras otro, los regímenes árabes, e incluso la vecina Turquía, hayan ido llegando a Damasco a rendirle renovada pleitesía.

Como ocurre habitualmente, el devastador terremoto de febrero, que arrasó zonas de la Anatolia turca y del norte rebelde sirio, ha sido utilizado por no pocas cancillerías, como la de Egipto y Jordania, para justificar su giro respecto a la cuestión siria. Una suerte de «diplomacia de los seísmos» que, irónicamente, vuelve a castigar a sus víctimas.

Lo que también está cambiando, y explica también la victoria política de Al-Assad, es el contexto geopolítico regional.

Los regímenes árabes, y sobre todo las satrapías del Golfo, han profundizado sus relaciones con Rusia –y con China– en un mundo cada vez menos unipolar.

En paralelo, y en medio de un mundo cada vez más complejo, están primando la apuesta por la estabilidad y por poner coto a rivalidades estratégicas, como la que mantienen históricamente con Irán.

El reciente acuerdo entre Ryad y Teherán para normalizar relaciones es un hito. Y la rehabilitación de Al-Assad no es sino un peaje obligado en esa coyuntura.

Esta responde, a su vez, a intereses mucho menos confesables. Los países vecinos suspiran por quitarse de encima a los millones de refugiados sirios. Las petromonarquías presionan para que Siria deje de liderar el tráfico mundial de captagón,    una sustancia conocida en Occidente como fenetilina (un tipo de anfetamina) y que está causando estragos en la región como la «cocaína de los pobres» o la «droga de los yihadistas».

Damasco exige, como contrapartida, que las satrapías del Golfo  financien la reconstrucción del país.

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