Todo el mundo coincidía y/o barruntaba que el líder del grupo de mercenarios Wagner tenía los días contados. Antes incluso de que el pasado 24 de junio lanzara su columna de blindados en dirección a Moscú tras tomar el control del centro de operaciones rusas en Ucrania en la ciudad de Rostov del Don. Envalentonado por el papel decisivo en la conquista en enero del enclave de Soledar (Donetsk) de sus reclutas, muchos de ellos condenados por crímenes y violaciones enviados al frente a cambio de salir de prisión, Yevgeni Prigozhin se lanzó a una campaña de improperios sin parangón contra la cúpula militar rusa, a la que acusaba de segar la hierba bajo los pies de Wagner en el inmediato pero largo asedio de Bajmut.Vilipendiar de tal manera al jefe del Estado Mayor ruso, general Valery Gerasimov, y, sobre todo, al ministro de Defensa, Sergei Shoigu, del entorno más íntimo del presidente ruso, suponía un desafío intolerable, no solo para el Kremlin, sino para cualquier Estado que se llame como tal.Al punto que no pocos analistas apuntaron que la revuelta-motín de Prigozhin no fue sino una huída hacia adelante, un intento de anticiparse a un castigo seguro utilizando el factor sorpresa para intentar inmovilizar y desactivar a los que preparaban su caída. Putin, quien horas antes denunciaba la traición y prometía castigar a sus responsables, «accedió» finalmente a que los mercenarios se retiraran y su líder se exiliara a Bielorrusia a cambio de la «promesa» de que no habría represalias. Hubo quien vio en ello una muestra de debilidad. Cuando probablemente no era sino un intento de ganar tiempo, de evitar los efectos indeseados de un enfrentamiento directo (el propio inquilino del Kremlin advirtió del riesgo de una guerra civil) y las reacciones entre los sectores críticos con la evolución de la guerra en Ucrania a un castigo ejemplar por la revuelta. Casualmente, dos meses después, y el mismo día en que el Kremlin confirmaba la destitución del desaparecido general Surovikin, el «carnicero de Siria» y preferido por esos sectores para dirigir la invasión del país vecino, el jet privado que traía de vuelta a San Petersburgo a la plana mayor de los mercenarios se estrellaba al norte de Moscú.Viajaba en él también el número dos del grupo, el neonazi Dimitri Utkin, quien lo bautizó con el nombre del compositor (Wagner) admirado por su admirado Hitler. Dos al precio de uno.Volvían del Sahel, desde donde Prigozhin hizo la que iba a ser su última aparición pública alardeando de que sus «músicos», esos que castigan al traidor machacándole públicamente la cabeza a mazazos, seguían luchando en el continente africano «por hacer grande a Rusia».¿Terminó ese último alarde de acabar con la paciencia de un Kremlin que no veía con buenos ojos una revitalización del papel de Wagner, y menos su reivindicación abierta? ¿Otro mal cálculo de un empresario, el «chef de Putin», que suplía la falta de luces con su bravuconería y con la ausencia total de escrúpulos para labrar su influencia?El caso es que su avión se estrelló y los testigos aseguran haber oido dos explosiones previas.El Grupo Wagner está totalmente descabezado y los rumores aseguran que Surovikin pena en la prisión de Lefortovo, en las afueras de la capital rusa. Y la historia de ese país, con sus zares, sus boyardos (nobles, hoy magnates) y traiciones sigue su curso. Un curso en el que las venganzas se presuponen, lo único que se debate es el tiempo que tardarán en llegar. Aunque sea «por accidente».