Hay algo llamado «Teoría de la guerra justa». Si piensas que la fiabilidad de la definición depende de quién hable, tienes toda la razón. Sin embargo, si buscas cuáles son las características que deberían cumplirse para poder tildar una determinada guerra de «justa», es impresionante cuántas de ellas no se cumplen en el caso de Gaza. Por ejemplo, que la guerra tenga como objetivo la protección de inocentes, que se hayan agotado todos los medios diplomáticos para evitarla, que la respuesta bélica sea proporcional al daño sufrido, que debe haber una distinción clara entre combatientes y no combatientes, evitando daños innecesarios a civiles... Se puede seguir ad nauseam. En el fondo, lo que sucede es que no se trata de una guerra tradicional donde dos potencias compiten por un territorio. Entre nosotros hablamos directamente de genocidio.Aunque el lugar de poder desde donde se sitúan los participantes en la elaboración del plan acordado de tregua sea muy diferente, esta ha sido recibida como una buenísima noticia. Un suspiro de alivio ante la masacre. Un rayo de esperanza proyectado sobre el futuro de Gaza y sus habitantes. O eso quiero creer, porque me pareció indecente la expectación por las primeras tres rehenes israelíes liberadas, emitida casi en directo por los medios de comunicación de todo el mundo, incluida EITB. A mí también me alegra su liberación y no quiero hacer demagogia. Estoy convencida de que la existencia de rehenes ha sido una baza importantísima para poder haber llegado a un acuerdo. De hecho, así lo han presentado: «Hemos conseguido la liberación de los rehenes». Ni una palabra sobre los 45.000 muertos. Y qué decir sobre los términos del acuerdo, que bienvenido sea, repito. Una vida israelí equivale a la de treinta palestinos, más o menos, esa es la aritmética aplicada. Todo es tan cruel que parece distópico: los camiones, retenidos en la frontera, que están entrando en Gaza llevan, entre otras cosas, ¡agua potable! No tengo palabras.