A veces, no se trata de racismo. Ni siquiera de xenofobia. Es simplemente dejarse llevar por ideas o sentimientos manifestados en la sociedad y que, casi sin darnos cuenta, van calando en nuestro vocabulario. No tienen ninguna base racional y se pueden convertir en un obstáculo para la convivencia democrática. Estos días me he encontrado con dos ejemplos que claman al cielo. Por pura casualidad, oí a un comentarista deportivo vasco hablar sobre un futbolista del Espanyol llamándole, creo que sin ninguna intención de despreciarlo, «marroquí nacido en Hospitalet». ¿Por qué a una persona nacida en Catalunya hay que llamarla «marroquí»? Pongamos que en vez de Marruecos, los padres del jugador han emigrado de Zamora a Barcelona. No me imagino al comentarista diciendo «el zamorano nacido en Barcelona». No sé cuántas generaciones tienen que pasar para que un tipo concreto de inmigración se vea «liberado» del origen de sus ancestros, a los que, por cierto, no tiene por qué repudiar. Omar El Hilali es catalán. Y punto. Él decidirá qué más adjetivos quiere añadir a su identidad.El segundo caso se refiere a una encuesta realizada el año pasado para un poderoso medio de comunicación, según la cual el 57% de los españoles pensaba que hay «demasiados inmigrantes». El catalán Marc Giró, en un hilarante monólogo, se preguntaba cómo había llegado la gente a esa conclusión. ¿No habían podido poner la toalla en la playa porque estaba llena de inmigrantes? Quizá lo que hay es demasiado demógrafo, añadía. Y, en cualquier caso, habría que decidir cuánto es «demasiado». Y, aunque se pudiera poner una cifra, se preguntaba Giró qué habría que hacer con los que supuestamente sobrarían. ¿Los tiramos al mar? Pero lo mejor de todo es que en la misma encuesta el 75% afirmaba que su experiencia con las personas inmigrantes había sido positiva. Sin embargo, estaban repitiendo por inercia un discurso antiinmigración, que otros se empeñan, consciente y maliciosamente, en difundir.