Txoli Mateos
Txoli Mateos
Soziologoa

Bien educados

La sinceridad, en algunos ámbitos, está sobrevalorada. Nuestra vida cotidiana está plagada de «mentiras», o de medias verdades, o de omisiones. Si no, el mundo sería insoportable.

Hace poco asistí a una discusión de sobremesa entre dos amigos. Uno de ellos defendía que la sinceridad es un valor primordial y que siempre hay que ir con la verdad por delante, aunque duela al que la oiga. El otro defendía que la verdad –o la sinceridad– puede ser perjudicial y que, de hecho, toda la sociedad está basada en una serie de convenciones; es decir, de acuerdos tácitos, implícitos, sobre lo que se puede o no se puede decir. Si no fuera así, no tendríamos cuadrilla de amigos, parejas, familia y hasta organizaciones políticas en las que trabajar.

De hecho, en las ciencias sociales hay varias corrientes de pensamiento que, desde puntos de vista muy diferentes, plantean que la base de la civilización es la represión de nuestros instintos animales; o sea, la asunción de ciertas convenciones. Volviendo a la discusión de mis amigos, en mi opinión, la sinceridad, en algunos ámbitos, está sobrevalorada. Nuestra vida cotidiana está plagada de «mentiras», o de medias verdades, o de omisiones. Si no, el mundo sería insoportable. Por eso resultan incómodas esas personas que dicen lo que piensan sin poner ningún tipo de filtro.

Y no se trata de reivindicar el cinismo. El sociólogo catalán (y catalanista) Salvador Cardús, por ejemplo, planteó en su libro “Bien educados” que, en nuestra sociedad, menospreciar el cultivo de las formas en la escuela, en la familia, o en la comunicación social no es una transgresión del autoritarismo, sino un abandono al mercado capitalista, que nos espera con los brazos abiertos. Reivindicaba, así, la educación cívica puesta al servicio de la convivencia y de la transformación social. Dicho de otra manera, las formas importan. Y mucho. Tanto en nuestra vida diaria como en el debate social y político. No se puede decir cualquier cosa; no se debe decir cualquier cosa. Si no nos sublevamos contra la falta de civismo, abrimos una puerta al discurso del odio, del menosprecio del débil, del diferente, del que no grita para hacerse oír. Y esa puerta, una vez abierta, es cada vez más difícil cerrarla.

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