Para mucha gente de mi edad, ir al monte ha sido siempre una importante fuente de ocio. Es sabido que el nacionalismo vasco promovió la creación de grupos de montaña mediante los cuales muchos de nosotros nos hemos acercado a la cultura vasca y, sobre todo, hemos aprendido a amar a nuestro país y sus paisajes, sus valles y sus montañas. Se puede decir que hemos sido una generación ecologista sin saberlo. Sin teoría, solo de corazón. Hoy en día la montaña es importante para esquiadores, escaladores, trail runners, ciclistas... y para los que simplemente vamos al monte a andar y disfrutar de la naturaleza.Hasta hace poco, no sabíamos lo que significaba el calentamiento global y la transición ecológica; o sea, el agotamiento y poder contaminante de la energía fósil y la necesidad de sustituirla por energías renovables. En la actualidad es un tema candente. Tanto es así, que es casi imposible realizar una discusión sosegada y racional sobre el mismo. Parece que hay gente empeñada en construir una trinchera que separa a los que supuestamente aman «de verdad» la naturaleza, de los que piensan que hay que debatir y planificar qué futuro queremos para nuestra sociedad. Hay muchos aspectos que piden reflexión; hay exigencias que hacer a las administraciones con capacidad de decisión para que se haga una transición ordenada y dando prioridad al bien común; hay que fomentar la participación ciudadana ante la avalancha de proyectos de parques eólicos en los montes, por ejemplo. Sin embargo, plantear por principio el «no a cualquier proyecto de energía renovable en nuestros montes», como han hecho algunos grupos, no me parece lógico. Nadie desea un molino en su monte favorito. Tampoco yo. Pero se cae en la demagogia empeñándose en presentar el tema como una batalla sobre quién ama más nuestra fauna o nuestro paisaje, sin ofrecer ningún tipo de alternativa seria o viable. Hay que pedir un poco de responsabilidad a todo el mundo. La política del avestruz no es una buena opción.