El lema principal de Karol Nawrocki, de tendencia ultraconservadora, ganador de las últimas elecciones presidenciales en Polonia, ha sido «Primero, Polonia. Primero, los polacos». Si tomáramos la frase en sí, sin ningún tipo de contexto, puede resultar hasta lógica. Sin renunciar a la dignidad de todo ser humano, que el Estado tenga en cuenta a la hora de su gestión, fundamentalmente la vida de sus ciudadanos y ciudadanas parece insoslayable. La filósofa estadounidense Amy Gutmann, por ejemplo, escribió que de la misma forma que consideramos natural amar a nuestros hijos (biológicos o adoptados) más que a los de nuestros vecinos, se puede considerar totalmente aceptable amar a nuestros compatriotas más que al resto del mundo. Y, añadía, eso no tiene por qué ser un signo de insolidaridad o indiferencia ante el resto. Pero el problema de fondo, evidentemente, es el punto de partida, porque Narowki es reticente, por decirlo suavemente, a considerar «polaco» a cualquiera. Este admirador de Trump es partidario, por ejemplo, de la deportación de los inmigrantes ilegales a otros países hasta la resolución de su situación jurídica. O sea, ser un ciudadano o ciudadana polaca es un auténtico privilegio que se ostenta orgullosamente. Pero, de nuevo, que una persona esté orgullosa de su patriotismo no tiene por qué ser sinónimo de ultraconservadurismo. Es más, el filósofo escocés Alasdair McIntyre afirmó que se podía hablar del patriotismo como una virtud. Una virtud que genera lealtad a la comunidad; no una lealtad ciega, sino aquella basada en el pensamiento crítico y racional. El patriotismo se convierte en una práctica colectiva de virtudes cívicas, como la justicia, el diálogo y la responsabilidad. No queremos el patriotismo de Trump o Narowki. No queremos un patriotismo ultraconservador, inhumano y supremacista. Pero nadie tiene derecho a poner en duda nuestro derecho a decidir a qué patria queremos ser leales; de qué comunidad política deseamos formar parte.