Soy consciente de la complejidad del tema, pero creo que los movimientos sociales tienen una extraña relación de amor/odio con las instituciones democráticas. Me explico. Nace un movimiento social en torno a una reivindicación (feminista, ecologista, euskaltzale...), y, poco a poco, con mucho esfuerzo, mediante la movilización en la calle y consiguiendo la concienciación de la ciudadanía, logra cierto éxito y reconocimiento social. Se exige a las instituciones, como es lógico, que recoja el sentir de la ciudadanía respecto a la reivindicación. Se les plantean propuestas de actuación e incluso miembros del movimiento se integran en la gestión de las instituciones. Poco a poco, algunas reivindicaciones, algunos símbolos, formas del lenguaje y hasta praxis de los movimientos sociales pasan a formar parte del quehacer institucional. Al principio, la reacción del movimiento es de desconfianza. ¿Están de acuerdo con nuestra reivindicación o es solo coyuntural y mañana, por ejemplo, cuando pasen las elecciones, se les va a olvidar todo lo dicho? Parece que no; parece que en la medida en que las reivindicaciones se consolidan socialmente se van afianzando también en el quehacer institucional. El ejemplo más gráfico de todo esto es la fachada de algunos ayuntamientos vascos. No hay sitio para más pancartas. Además de la ikurriña, aparecen la bandera de Palestina, la condena de la violencia machista, el arco iris del colectivo LGTBI, la banderola de Etxera, la de solidaridad con los refugiados, el compromiso con el euskara con la adhesión a UEMA, Korrika, Euskaraldia... Algunas instituciones recogen el sentimiento de muchos sectores de la sociedad y, aun así, cuando vemos reflejado lo que pensamos en su discurso, no nos fiamos. En vez de ser conscientes del éxito conseguido y celebrarlo, hay sospecha de postureo. Se pueden poner muchos ejemplos. El último, Euskaraldia. Parece que se lo han creído más algunas instituciones y entes públicos que los propios euskaltzales.