En una entrevista le preguntaron a Xabier Arzallus si alguna vez había dicho una mentira en su vida política. Yo, ingenua de mí, estaba convencida de que iba a decir que sí. «Nunca», fue su respuesta.
Es famosa la diferenciación drástica que realizó Max Weber hace ya un siglo sobre lo que significa trabajar en la política o tener a la ciencia como profesión. La ciencia busca la verdad y solo la verdad, afirmó; la política, sin embargo, se preocupa por los resultados y se responsabiliza de las consecuencias. Se trata de la reflexión, casi dolorosa, de un liberal conservador y un erudito que sintió vocación por ambos ámbitos. Sin embargo, se suele afirmar que, en el fondo, lo que intentaba con esa separación era liberar a la política estatal de la interpelación de los intelectuales universitarios. De la misma manera que están interpelando las universidades a sus gobiernos ante el genocidio de Gaza.
Las relaciones entre la ciencia y la política no son siempre fáciles, pero hoy en día es evidente que despreciar el conocimiento que ofrece la ciencia a la hora de hacer política es signo de prepotencia y un error que se puede pagar caro.
El ejemplo más claro de la necesaria colaboración entre la ciencia y la política lo tuvimos con la crisis sanitaria generada por la covid-19. Llevándolo a un contexto más amplio, solo los políticos populistas de la ultraderecha hacen caso omiso de lo que dice la ciencia y se apoyan únicamente en su carisma y en la difusión de ideas falsas con la ayuda de las redes sociales.
Si algo enseña la ciencia a la política es que la realidad es compleja, poliédrica y, muchas veces, incómoda. No existe una verdad monolítica que no acepte matices, que no genere dudas. Por eso, es un auténtico reto político reflexionar más allá de lo supuestamente obvio. Una sociedad más democrática y, sin duda, más feliz, es aquella en la que la ciencia y la política se respetan y se sirven de apoyo mutuo, aunque transiten por caminos diferentes.