Lara Toro
La Finisterre bretona es un rincón del mundo que parece ajeno a la velocidad vertiginosa del resto del planeta.
La Finisterre bretona es un rincón del mundo que parece ajeno a la velocidad vertiginosa del resto del planeta.

La Finisterre bretona: volver a empezar en el fin del mundo

La llaman la Finisterre bretona y, sin embargo, aquí es donde empieza todo. Este rincón del mundo parece ajeno a la velocidad vertiginosa del resto del planeta, pandemia incluida. Pero sus gentes no están ancladas en el pasado, nada más lejos de la realidad.

Las semanas de confinamiento de la primavera pasada hicieron a mucha gente replantearse su modus vivendi. ¿Y por qué no liarse la manta a la cabeza en el noroeste del hexágono de condiciones atmosféricas inclementes? Lo cierto es que la velocidad del viento contrasta con la calma que marca el ritmo de sus lugareños. Aquí la naturaleza señala el curso de las cosas y todos se adaptan a sus ciclos con actitud devota. Mecidas por el viento, durante unos días nos imbuimos de este oasis de clima particular para descubrir qué tienen de especial esas tierras.

Vincent Doucet y Anne-Nelly Letin son una pareja de origen bretón con un pasado profesional poco común. Ella era militar de la marina y, cuando podía, tomaba tierra en Normandía. Desde las antípodas francesas, él trabajaba para una revista francesa de ámbito estatal. Especializado en críticas gastronómicas, su base era Colmar, pero pasó largas temporadas en París y a menudo viajaba por África como enviado especial. Entrados ya en la madurez, ambos lo dejaron todo para montar un restaurante a orillas del puerto nuevo de Rosko (Roscoff en francés), el punto más septentrional de la costa atlántica bretona.

Si hay alguien que represente a un bon vivant, este es Vincent. Inauguró C’est d’ici sin reparar en gastos: el restaurante hace las veces de galería de arte y ofrece producto biológico y de proximidad que selecciona él mismo. Acompañarlo en su viejo camión de segunda mano a controlar la materia prima que nutre la carta de C’est d’ici nos permite situarnos en el terreno. El departamento de Finisterre comprende un área de costa limitada en el interior por el Parque Natural Regional de Arvorique (Armorique). Ciento cincuenta hectáreas del parque están custodiadas por casi trescientas reses que mantienen los prados en perfecto estado. Son las vacas de raza angus, pied noir, normande y armorique (esta última autóctona), cuya propiedad es compartida entre el matrimonio de C’est d’ici y Éric e Isabelle, quienes cuidan de ellas como a sus hijos.

Isabelle se ocupa de los terneros, mientras que Éric es el responsable de mover el ganado dos veces al día. Ello responde al sistema de pasto dinámico: la forma de arrancar la hierba que tienen las vacas promueve su crecimiento y, al trasladarlas a otras praderas, la hierba se regenera sola. Es un pasto cien por cien orgánico, en el que no intervienen ni antibióticos ni química, pero las vacas gozan de buena salud porque su alimentación es totalmente natural. Éric nos comenta los detalles mientras acaricia la frente de las reses más sociables; otras, simulan no dejarse provocar por el perro de Vincent y Anne-Nelly que las corteja, y alguna posa coqueta ante los disparos de nuestra cámara fotográfica. Al paisaje, idílico –extensiones de prados verdes delimitados por árboles–, Vincent añade un poco de glamour: saca una caja de cartón en la que hay falcadas unas copas y la botella de un buen vino. Brindamos y le pregunto a Anne-Nelly cómo lo hace para cocinar la carne de unas vacas cuya vida ha seguido desde el nacimiento. «Pienso en que todas han tenido una vida plena y feliz», comenta. «Nuestras vacas mueren de viejas. De hecho, proveemos carne a algunas de las mejores carnicerías de París y dejaremos de hacerlo porque nos piden ternera».

Nos desplazamos hacia uno de los límites del parque, hasta la localidad de Sizun. Vincent quiere comprobar qué tal están engordando un par de cerdos que yacen en una pequeña pocilga al aire libre. De paso, nos presenta a Josephine, una joven que hace poco más de tres años decidió crear su propio negocio. Acostumbrada a trabajar la tierra, se formó para criar cabras y elaborar quesos artesanos. Hoy recorre los pueblos de la zona para vender la producción en mercados semanales y provee a restaurantes como el de Vincent y Anne-Nelly. También ha reconvertido una antigua casa en gîte –alojamiento– con capacidad para seis personas. Precisamente las típicas casas rurales y los campings, a diferencia de los hoteles, son los que más se beneficiaron del turismo el verano pasado. Un verano en el que los negocios pensados para forasteros hicieron literalmente el agosto, ya que la afluencia de visitantes estatales ha sido más copiosa que nunca.

Sobre estas líneas, la peculiar capilla de Meneham, encajonada entre gigantes rocas que fue construida en el siglo XVI.

Un poco de historia

La orografía de la Finisterre bretona es de pocos contrastes: sus cimas apenas sobrepasan los doscientos metros del nivel del mar. De hecho, aquello que destaca cuando se mira al horizonte son las torres de las iglesias de los pueblos; como en cualquier rincón del mundo de tradición católica, dirán, pero el diseño de estos campanarios tiene algo de particular. Dicen que su estilo atesora ciertas reminiscencias celtas, aunque fueron erigidos en pleno apogeo del gótico. Entre los siglos XVI y XVIII Beiz (Bretaña) se enriqueció gracias a la exportación de lino, cáñamo y lana. De esa época esplendorosa son los enclos parrosiaux (recintos parroquiales), que dentro de sus muros albergan la capilla, el cementerio, el calvario y osarios que guardan restos de inhumaciones. Algunos pueblos les deben su nombre: Ploueskad, Plouenan, Plougouloum … –plou en antiguo bretón significa comunidad, parroquia–. El caso es que esas talayas góticas permiten tomar altura y contemplar las enormes extensiones de plantaciones de alcachofa que marcan el paisaje de este rincón de mundo.

Con la llegada del proteccionismo y las guerras napoleónicas, la región sucumbió a una profunda crisis económica. No fue hasta principios de siglo XX cuando surgió el cultivo de alcachofa como actividad lucrativa alternativa, y Kastell-Paol (Saint-Pol-de-Léon) se convirtió en el núcleo de exportación. De ahí salían cajas con destino a Alemania o Bélgica. El negociador, responsable de la fijación del precio, representaba la figura del actual intermediario. Lo malo era que no siempre pagaba la cifra acordada. Tras la Segunda Guerra Mundial, un agricultor y criador de cerdos llamado Alexis Gourvennec tomó cartas en el asunto y desde entonces la alcachofa más septentrional de Europa se cotiza a su precio justo.

Arriba, a la izquierda, Joseph Guivarc'h, campesino y alma de Légumes Project. A la derecha, una trabajadora muestra las algas que comercializan la empresa Bord à Bord. Abajo, Marcel Qéméner junto a sus hijos Thyphanie y Eric mostrando las famosas cebollas que cultivan en Roscko.

Los plafones de Légume Project informan de esa y otras historias relacionadas con el cultivo de verduras. El pequeño centro de interpretación en el que se ha reconvertido parte de la granja Kerguelen, a las afueras de Saint-Pol-de-Léon, recibe las visitas de escolares que pueden jugar a adivinar vegetales por su aroma o su tacto. El recinto responde a la voluntad pedagógica de Joseph y Marie-François Guivarc'h.

El padre de Joseph empezó a trabajar los campos colindantes en 1920 y fue el primero en cultivar col kale en la zona. Su hijo podría haber vivido del cuento –durísimo trabajo del campo aparte–, pero decidió ir más allá: en 2008 empezó la reconversión de las tierras para dedicarlas al cultivo biológico, es decir, sin fertilizantes ni plaguicidas artificiales, respetando el descanso de la tierra y nutriéndola con Phacelia tanacetifolia. El paso a la agricultura biológica requiere una inversión temporal de dos años. Para incentivarla, la cooperativa Biocoop se compromete a comprar la cosecha del segundo año.

Otro de los vegetales valorados en la zona son las cebollas de Roscoff, con denominación de origen y conocidas por su sabor dulzón e ideal como acompañamiento en platos exquisitos gracias a su sabor poco invasivo. A principios de siglo pasado, las comunicaciones hacían más factible su exportación al sur de Inglaterra que a París. Los británicos bautizaron como Johnnies a los jóvenes bretones que cruzaban el Canal de la Mancha cargados con decenas de trenzas de cebollas y las distribuían montados en sus bicicletas en jornadas maratonianas. «¡En la bicicleta cargábamos hasta cien kilos!».

Arriba a la izquierda,  Joséphine Grou elabora queso de cabra con la leche de su rebaño en Sizun. A su lado, a la dererecha: Antonie, productor de miel en Ploueskad. Junto a estas líneas, Vincent Doucet y Anne-Nelly Letin, las almas del Restaurant C'est d’ici en Roscko. 

Respeto

Marcel Creignou relata las anécdotas vividas cuando a los 14 años empezó a acompañar a su padre en esos viajes; mientras habla, no cesa un movimiento de brazos circular con el que trenza los bulbos cobrizos para que se conserven colgados. Sus hijos lideran este negocio que combina el sistema manual con las últimas tendencias en cultivo respetuoso con el medio ambiente: agriculture raisonnée, lo llaman.

Aquellos urbanitas que suelen asociar el sector primario con una población envejecida deberían echar un vistazo a los negocios que giran alrededor de los productos que ofrecen las tierras del noroeste bretón. Elsa Pointud y Alexandre Coleno nos saludan con una indumentaria que dista considerablemente de los jerséis blancos a rayas azul marino que las tiendas de souvenirs pretenden asociar a la actividad marinera de la zona. Ella, falda, chaqueta y zapatos de medio tacón; él, tejanos y polo, y las icónicas Adidas Gazelle. Al poco rato ya se han puesto el mono de trabajo y todas las protecciones higiénicas necesarias para manipular las algas que deshidratan con la misma sal del mar, en un proceso totalmente natural.

Nacidos en Roscoff, se desplazaron a Marsella por motivos laborales. Hace cuatro años, el traspaso de Bretalg, la primera empresa de alimentación de algas del Estado francés y posiblemente de Europa, fue su oportunidad para regresar. El ritmo de trabajo de la compañía está marcado por el calendario de las mareas: cuando el océano lo permite, todos los esfuerzos se centran en la recolección de hasta nueve especies de algas. A lo largo de las seis semanas en las que la zona permaneció confinada, el vaivén del nivel del mar fue el único que siguió marcando los turnos de Bretalg. De hecho, la enorme demanda de productos orgánicos que originó el confinamiento desbordó a los bretones dedicados al sector primario.

La iglesia Notre-Dame de Croaz Batz (Roscko). Abriendo el reportaje, la costa norte del Finisterre bretón, cerca de Meneham, recorrida por el GR-34.

El GR-34 recorre el perfil de la costa bretona. Entre Ploueskad (Plouescat) y Kerlouan se suceden los vestigios históricos: desde menhires y recintos funerarios paleolíticos, hasta un hipódromo clandestino de la Segunda Guerra Mundial, pasando por la capilla peculiar de Meneham (Menez-Ham), construida en el siglo XVI entre enormes rocas, o un almacén de pólvora del siglo XVIII, época en la que se sucedían las invasiones inglesas y holandesas. El paisaje está marcado por las dunas de Keremma, que se erigieron para proteger los cultivos de las mareas. Hoy es el hábitat de numerosas especies animales y vegetales. De hecho, al pasear hay que prestar atención al suelo que se pisa, ya que está repleto de madrigueras; dicen que a última hora del día los conejos se convierten en los dueños del terreno.

La gran variedad y cantidad de flores –hay contabilizadas hasta 17 especies de orquídeas– hace de las dunas un buen lugar en el que albergar algunas de las 450 colmenas que controla Antoine Raballand. Hacía tiempo que este joven buscaba alguna oportunidad en el sector agrícola y llegó hace siete años, cuando se hizo con la millierie de Plouescat junto con dos amigos. Antoine vela por la salud de las abejas para que los productos posteriores (miel, pero también bebidas, dulces o productos de belleza) sean de primerísima calidad.

Estas tierras azotadas por el viento y el oleaje son el refugio ideal para reinventarse y volver a empezar. Aquí se le saca todo el jugo a la naturaleza, pero con cariño y muchísimo respeto. Si en todas partes cocieran las mismas habas, otro gallo le cantaría al cambio climático.