Texto y fotos: Xabier Bañuelos
LOIOLA_kupula
Imagen de la cúpula del santuario de Loiola.
Xabier BAÑUELOS

Camino Ignaciano, 500 años después

En la vera del sendero me detiene un caminante: «Disculpe, se ha equivocado, es hacia el oeste». Sonrío y le indico que no. Insiste: «Pero si Santiago queda hacia allí…». «Pero yo no llevo la vieira compostelana, sigo los pasos de otro santo, hacia el este, el Mediterráneo ad maiorem Dei gloriam».

Hay quienes leen demasiado y se creen andantes caballeros de triste figura. A otros, sin embargo, leer libros los convierte en fervientes creyentes. Alonso Quijano leyó novelas de caballerías, se convirtió en caballero andante y marchó a deshacer entuertos. Ignacio de Loyola leyó libros religiosos, salió de peregrinaje a Jerusalén y acabaron anteponiéndole el San a su nombre.

El personaje cervantino partió de un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme; el fundador de La Compañía lo hizo de un lugar de Gipuzkoa cuyo nombre se encarga de recordar una imponente basílica. Y si bien Quijano fue Don Quijote por derecho propio, a la vida de Iñigo López le sobran aires quijotescos como caballero de Dios, aunque los ejércitos contra los que luchó fueran de hombres y no de ovejas, sus gigantes no fueran molinos sino ortodoxias, y su inquebrantable fidelidad no se dirigiera a la sin par Dulcinea, sino al barbudo Papa Pablo III retratado por Johan Christoph Handke.

Un día de mayo de 1521, un convaleciente Iñigo de Loyola llegaba a su casa-torre natal en Azpeitia. De estirpe oñacina, había sido herido en la defensa de la ciudadela de Iruña frente a las tropas de Enrique II de Navarra. Recogido entre las paredes de su habitación, pasaba las jornadas dedicado a la lectura cuando dio con Ludolfo de Sajonia y Jacobo de la Vorágine, dos autores de best sellers del medievo quienes narraban la vida de Cristo uno y la vida de santos el otro. Aquellas páginas fueron una revolución espiritual en el hasta entonces soldado, quien decidió imitar todas aquellas vidas ejemplares. Ayudó, y mucho, que la Virgen y el Niño se le aparecieran una noche, lo que acabó por confirmar su nueva vocación. Así, decidió abandonar al hombre mundano, renunciar a armadura y espada, y cambiarlas por el hábito de peregrino.

Ya sanado, echó a andar entre enero y febrero de 1522. Sin las ideas aún muy claras, quería llegar a Tierra Santa a convertir infieles. El 21 de marzo llega a Montserrat, donde dejará colgado su atuendo castrense, y de allí irá a Manresa. En esta localidad permanecerá diez anacoréticos meses en una cueva conocida hoy como Cova de Sant Ignasi. Es aquí donde dará forma a sus “Ejercicios espirituales” y donde decidirá que es mejor trabajar en equipo, pergeñándose la futura Compañía de Jesús. Con las cosas algo más en orden, se embarcará en Barcelona camino de Roma y de allí a Palestina.

La recuperación de un camino

Cinco siglos después de su peregrinación y cuatro de haber sido ascendido a los altares, rememoramos aquel acontecimiento recorriendo el mismo itinerario que siguieron los pies del santo en tierra peninsular. Es el Camino Ignaciano, 655’87 kilómetros que siguen el trazado del antiguo Camino Real y que coincide con el Camino Jacobeo del Ebro, solo que a la inversa. Y con la particularidad de que si la ruta jacobea no responde más que a una leyenda, el Ignaciano fue realmente transitado y experimentado física y espiritualmente por su protagonista.

Fue creado en 2012 por iniciativa de La Compañía y en total cubre 27 etapas. La más corta son los 13 kilómetros entre Navarrete y Logroño, y la más larga discurre entre Cervera e Igualada con sus seis leguas pasadas. Transcurre por Hego Euskal Herria, La Rioja, Aragón y Cataluña en medio de una gran diversidad de paisajes, desde los valles quebrados de Gipuzkoa, las vides alavesas y las estepas riojanas, navarras y aragonesas, hasta los desérticos Monegros, las cumbres rotas montserratinas y los azules del Mare Nostrum.

Pero lo más chocante es el caminar a la inversa. No faltarán compañeras y compañeros de viaje, pero fugaces y sorprendidos. Son quienes están haciendo el Camino de Santiago en el sentido “correcto”. Nadie entenderá por qué vas a contramarcha salvo que te detengas y lo expliques respondiendo a quien muestre curiosidad. Pero los más miran como si te hubieras equivocado, alguno incluso te querrá sacar del error, y no faltará quien piense que eres un excéntrico o un esnob andariego, porque lo cierto es que muy poca gente conoce aún la existencia de esta derrota. Esto no deja de tener su encanto, especialmente en los tramos en los que el Camino Ignaciano vuela independiente, cuando la soledad despejará el espacio a mente, sentidos y corazón.

De Euskal Herria al Mediterráneo

Comenzamos en el corazón de Gipuzkoa, en la casa natal de San Ignacio junto al santuario de Loiola. Referente jesuítico por antonomasia, el arte y la historia aquí encerrados nos hacen coger impulso para comenzar a andar. Hasta Zumarraga seguimos la Vía Verde del Urola junto a un río que se retuerce bajo las peñas de Izarraitz. Es la idiosincrasia de la Bardulia interior, bucólica, verde y misteriosa con sabor a hierro y a fuego.

Cerca, nos espera la ermita de La Antigua, joya románica donde se cree rezó el santo antes de emprender la subida a Aranzazu pasando por Brinkola. En Aránzazu la escultura y la arquitectura forman uno con la naturaleza, en un grito heterodoxo de modernidad y ruptura allí donde, a decir de algunos historiadores, el de Loiola hizo su voto de castidad. Nos preparamos para dejar Gipuzkoa, pero aunque no sea parte del itinerario, nos llegamos a Venta de Iturriotz, en Aia, a los pies del Ernio, donde pernoctó San Ignacio en abril de 1535 camino a casa desde París.

Desde Arantzazu atravesamos Aizkorri-Aratz por las campas de Urbia buscando la Llanada en Araia. El castillo de Marutegi aún vigila el espectacular nacedero del Zirauntza y la enigmática Cueva de La Leze. Entre Araia y Alda los dólmenes de Aizkomendi y Sorginetxe serán un imán antes de la subida a Entzia y a los laberintos kársticos de Katarri y Arno. Bajamos a la ermita de Elizmendi con sus lápidas romanas encastradas en la pared, y atravesamos el Valle de Arana hasta la preciosa Santa Cruz de Campezo. Llegamos a la navarra Genvilla antes de encarar la última etapa alavesa y descansar en Laguardia rodeados de vides, gótico, dólmenes y poblados de la edad de hierro.

Cruzamos La Rioja en cinco etapas que nos meten, desde Navarrete, en los dominios jacobeos. Como en otros muchos templos a lo largo del camino, Iñigo oró en la capilla del Hospital de San Juan de Acre, cuyas ruinas nos imbuyen de extrañas nostalgias. Arribamos a Logroño y después a Alcanadre para pasar por Calahorra y acabar en Alfaro, todo entre catedrales, vestigios romanos, castillos y colegiatas. Cuentan que en tierras riojanas Iñigo se dedicó a algo más que a tareas espirituales. Aprovechó para cobrar los sueldos adeudados por los servicios prestados al Duque de Nájera, Antonio Manrique de Lara,  y, según se dice, reconocer a una hija que tuvo anteriormente de nombre María Villareal de Loyola.

Entramos de nuevo en Euskal Herria por Tudela pero inmediatamente nos espera Aragón. La puerta es Gallur y el Canal Imperial para seguir hasta la iglesia mudéjar de San Pedro en Alagón y al plato fuerte de Zaragoza. Pasado Fuentes de Ebro, donde pararemos a tomar aire será en Pina de Ebro, entre los muros mudéjares del convento de San Salvador y la iglesia de Sta. María, porque unos kilómetros más allá nos observan Los Monegros. Atravesarlos a pie pone a prueba nuestra resistencia, aunque sea solo el borde sur en Bujaraloz. Nos consuela su palacio Torres Solano, su iglesia de Santiago y sus hermosas salinas. Desde Candasnos alcanzamos Fraga, la última localidad aragonesa, donde amén de iglesias y palacios, podemos retrotraernos hasta Roma en las ruinas de Villa Fortunatus.

Catalunya abre sus puertas en Lleida con su Seu Vella. Caminamos hasta Palau d’Anglesola, Verdú con su castillo, y Cervera con su vieja universidad mixturada de barroco y neoclásico. Tras dejar a nuestra espalda Igualada, ascendemos hasta Montserrat y su monasterio en medio de un fabuloso entorno natural. Ya ansiosos llegamos a nuestro destino final, Manresa. Allí nos recibe la Cova de Sant Ignasi, un minúsculo corredor pétreo presidido por un retablo de alabastro, y arropado por un magnífico conjunto de iglesia barroca y convento neoclásico. Pero aún nos queda un epílogo, porque tan cerca como estamos de Barcelona, es imperdonable no llegar a la ciudad. A fin de cuentas, desde aquí embarcó San Ignacio hacia Jerusalén. Pero eso lo dejamos para otra ocasión.