Kepa Arbizu

B.B. King, el aparcero que llegó a ser Rey

Como toda buena biografía, ‘B.B. King. Rey del Blues’ (Libros del Kultrum, 2023), de Daniel de Visé, se comporta como una laudatoria mirada a la carrera musical de uno de los pioneros del género, en su vertiente eléctrica, que no excluye aquellos pasajes menos amables.

B.B. King, en Jazzaldia de 2011.
B.B. King, en Jazzaldia de 2011. (Juan Carlos Ruiz | FOKU)

Más allá de las diferentes deidades que cada oyente quiera venerar dentro de la música popular, existen ciertos nombres llamados a escribir la historia por su trascendencia adquirida, y si hablamos de blues eléctrico, la figura de B.B. King cuenta con los suficientes avales como para ser señalada por su majestuosa relevancia.

Una premisa de la que parte el libro de Daniel de Visé, en las que sus casi seiscientas páginas de exhaustivo contenido se comportan con una agilidad digna de asombro, cualidad apuntalada por la traducción a manos de Iñigo García Ureta. Convertido de esta manera en el tratado definitivo, que no en un simple panegírico, sobre el compositor e intérprete norteamericano, en paralelo, y esa es parte principal de su absoluta excelencia, funciona como un manual enciclopédico sobre todos los aspectos que aborda, sometiéndolos a un enunciado didáctico.

Un decidido paso hacia el éxito

La trayectoria vital y artística de Riley B. King (1925 –2015), nombre verdadero del insigne músico, se puede dictar bajo esa aspiración típicamente estadounidense, convertido en dogma de fe, por alcanzar el éxito partiendo de las cotas más humildes.

Un ideario que sin embargo oculta una sangrienta letra pequeña en la que excluye a las personas afroamericanas de tal propósito, y más si su fecha de nacimiento se encuadra durante la primera mitad del siglo XX, época ensombrecida por las políticas segregacionistas.

Porque quien acabaría por conquistar todo tipo de reconocimientos a lo largo del mundo, nació sumido en esa invisibilidad que incluso dificulta obtener datos biográficos fidedignos, como respalda la errónea ubicación de la placa encargada de conmemorar su lugar de nacimiento, situada en un abandonado cruce de caminos alejado del pequeño pueblo de Berclair (Mississippi), donde sí transcurrieron sus primeros años.

Pese a que su predilección por el gospel, encontró en el blues una herramienta eficaz para conseguir mayores sumas de dinero y alimentar el sueño de una vida más placentera

Cuando su madre decidió abandonar a su progenitor, y llevarse con ella a Riley, comenzó todo un periplo por diferentes áreas agrícolas que transcurría como el de tantos anónimos condenados al sudor del trabajo duro. Tras la pérdida de las figuras maternas y de su abuela, su condición errante se sumó a un ánimo solitario que no ayudaba precisamente a un joven acomplejado por sus problemas de tartamudez. Pero no fue la búsqueda del consuelo espiritual lo que le llevó a ser asiduo asistente a la iglesia, sino algo tan prosaico como estar cerca del mayor número de chicas posibles y deleitarse con el uso que hacía de la guitarra el reverendo. Sus dos pasiones congregadas entorno a sermones y jaculatorias.

El lamento que conquistó el blues

Pese a que su verdadera predilección por entonces era la música gospel, encontró en el blues una herramienta más eficaz para conseguir mayores sumas de dinero y alimentar el sueño de una vida más placentera. Anhelo que pasaba por desplazarse a Memphis en busca de una carrera que prendió su primer eslabón alrededor de esas ondas hertzianas que tantas horas de deleite le habían proporcionado y que ahora le cedían un hueco. Una conquista del micrófono al que le siguió, casi sin solución de continuad, un primer disco, ‘Singin' the Blues’, que le sirvió para darse a conocer por la zona y ser demandada su presencia en conciertos.

Portada del libro sobre B.B. King.

En esa construcción de un estilo propio, más importantes que sus admirados Muddy Waters, Lonnie Johnson o Blind Lemon Jefferson, resultaron intérpretes que cedían el protagonismo a su guitarra, como Django Reinhardt o T-Bone Walker. Porque aunque su gruesa pero melódica forma de cantar –heredada de Nat King Cole, Louis Jordan o Roy Brown– era especialmente llamativa, su aspiración consistía en hacer hablar al tañer de las cuerdas, algo que consiguió con una pulsación ondulante que hacia vibrar las notas, sumiéndolas en un lamento que humanizaba su condición hasta el punto de bautizar como Lucille a aquel instrumento al que había otorgado vida propia. 

Tanto es así, y superada su deficiencia a la hora de coordinarse rítmicamente con sus compañeros de banda, que sus éxitos empezaron a llegar pronto, y títulos como ‘3 O'Clock Blues’,  ‘Woke Up This Morning’, ‘Please Love Me’ o ‘You Upset Me Baby’ fueron el salvoconducto para generar giras mastodónticas que atravesaban la orografía estadounidense, recorriendo por igual antros de mala reputación como esplendorosos escenarios.

Un rey sin fronteras

Una catarata de temas que en la mayoría de los casos era el cobijo de sus desengaños amorosos, visibilizados en sus dos fracasos maritales, incapaces de soportar una promiscuidad que, ligada a la frustración derivada de una más que probable infertilidad, daba como resultado una virilidad mal entendida que le haría aceptar una extensa descendencia –de dudosa procedencia– o acabar su carrera llevando de gira un cargamento de pornografía y convirtiendo su paso por los hoteles en patéticos harenes.

Con álbumes tan notables como el ejecutado junto a Eric Clapton (‘Riding With the King’) o participando en giras con U2 o los Stones, su música logró derribar cualquier limitación en su difusión

Antes de esos erráticos comportamientos, y tras reinar durante la década de los cincuenta, las posteriores se convertirían en un denodado esfuerzo por no perder su féretro y superar las fronteras que todavía le separaban de una audiencia blanca y mayoritaria.

Su intento por congraciarse con los estilos demandados por el público, si exceptuamos la acertada combinación resultante junto al combo de funk-jazz The Crusaders, solo consiguió edulcorar una identidad que sin embargo brotaría todavía exultante en temas como ‘Thrill is Gone’ o publicando el esencial disco en directo ‘Live at the Regal’.

Episodios que aunque eran recibidos con alabanzas por una crítica que le señalaba como el mejor bluesman vivo, sería de la mano de sus ‘aprendices’ surgidos durante los años setenta, que señalaron su figura como esencial, cuando, a lomos de álbumes tan notables como el ejecutado junto a Eric Clapton (‘Riding With the King’) o participando en giras con U2 o los Stones, su música logró derribar cualquier limitación en su difusión.

A pesar de que sus problemas de salud convirtieron sus conciertos en espectáculos inanes, su espíritu de supervivencia fue capaz de dejar un último testamento sonoro sobresaliente, ‘One Kind Favor’, bajo la producción de T Bone Burnett. Un crepuscular tramo final, alargado más de lo deseable, que no puede ensombrecer el legado de quien dotó al blues de un emocionante vocabulario expresado a través de su guitarra.

Acomplejado siempre por su falta de estudios, B.B.King sin embargo se convirtió en el más erudito maestro a la hora de transformar sus canciones en auténticos doctorados sobre la azarosa trayectoria que todo corazón acoge.