2024 AZA. 17 PIONERAS EN EL MUNDO DE LA CIENCIA La firma femenina del universo En el libro «Su espacio, su tiempo» (Paidós, 2024), la física Shohini Ghose expone algunos de los nombres de mujeres más significativos en el campo científico. Un muestrario de ejemplos que revolucionaron la historia no solo con sus hallazgos intelectuales, sino desafiando a un presente que las apartaba del ámbito académico y a un futuro que todavía hoy las ignora. Chien-Shiung Wu: sus aportaciones teóricas resultaron decisivas en el desarrollo de la energía nuclear. (Bettmann - Corbis - Getty Images) Kepa Arbizu / Bettmann - Contributor Getty Images Buenos días, caballeros». Esa era la frase que repetidamente escuchaba cada mañana una joven Shohini Ghose, hoy alzada como eminencia en la física cuántica, y que en su condición de única mujer que asistía a esas clases universitarias significaba la materialización de una histórica invisibilización. Puede parecer que se trata de una anécdota nimia, pero en realidad era el síntoma de una enfermedad mucho más grave, tan enquistada que era capaz de permear incluso en un círculo, el científico, que siempre se ha jactado de su afán por derribar barreras en aras de expandir conocimientos. Un entorno que aspira a desentrañar los misterios del universo pero que, sin embargo, se ha encargado en paralelo de heredar y trasladar un oscurantismo intelectual que sufragaba el descrédito humano y laboral hacia las mujeres. «Su espacio, su tiempo», es un ameno, irónico y educativo libro que la investigadora india ha publicado en forma de ajuste de cuentas contra ese eterno rechazo. Entre sus páginas encontramos lo que son algunos ejemplos representativos, pero ni mucho menos exclusivos, de esos múltiples avances asumidos como indispensables hoy en día que han surgido, de manera directa o propiciando el suelo sobre el que erguirse posteriormente, de la mente femenina. Hallazgos que, si por un lado han supuesto la base para la instauración de dogmas esenciales para la comprensión del mundo, por otro han sido sistemáticamente ignorados o censurados con el fin de preservar el protagonismo masculino en el mausoleo de mentes preclaras. Annie Jump Cannon, astrónoma estadounidense responsable del origen de la actual clasificación estelar. (Bettmann - Corbis - Getty Images) UNA CONSTELACIÓN DE ESTRELLAS Que la ciencia es una materia donde cada pequeño paso dado puede ser el alimento necesario para desencadenar un postrero descubrimiento, es algo aceptado y entendido. Pero que en ese glorioso resultado también han influido hasta aquellas aportaciones que se han pretendido omitir, es algo necesario de señalar todavía hoy en día. Convertido el Observatorio del Harvard College en epicentro desde el que durante principios del siglo XX se revelaron muchos de los secretos que actualmente conocemos sobre el firmamento, dicho reconocimiento nunca habría podido sostenerse sin la labor desempeñada por las denominadas “calculadoras”, que no era otra cosa que un número importante de mujeres dedicadas a la meticulosa observación de ese espacio ignoto alojado sobre nuestras cabezas. Eran contratadas bajo una categoría de bajo nivel, lo que significaba cobrar sustancialmente menos que sus colegas masculinos. Sin embargo, en manos de ellas quedaban la anotación y acumulación de datos, los mismos que sirvieron para que Annie Jump Cannon estableciera una ingente categorización en torno a la temperatura de los astros, lo que propició desvelar la composición química del universo. Secretos y cálculos que, aplicados convenientemente por Antonia Maury, devinieron en el alumbramiento de las estrellas binarias, un resultado volcado en un profuso artículo que solo tras su enfrentamiento con el mentor del centro, Edward Charles Pickering, pudo impedir que apareciera firmado en exclusividad por él, en un intento (más) por arrogarse los méritos. Pero aquellas oficinas estadounidenses no estaban habitadas solo por brillantes curriculums técnicos. Williamina Fleming, madre soltera y trabajadora doméstica necesitada de un ingreso económico, se convirtió en una alabada rastreadora de múltiples cuerpos celestes, entre ellos supernovas e incluso avistando por primera vez la nebulosa Cabeza de Caballo. Una continua sucesión de éxitos que a lo largo de los años incluiría los especialmente reseñables nacidos de la mente de Cecilia Payne-Gaposchkin, demostrando que el hidrógeno y el helio eran los elementos mayoritarios en la composición celeste, una teoría que contravenía las en aquella época aceptadas y que reconfiguró el ámbito de la astronomía. Un cambio tan esencial como el que se le puede adjudicar a Henrietta Swan Leavitt, que en su análisis y contraste con otras materias, concluyó que el brillo del cielo no era uniforme, sino cambiante. Una asombrosa pirueta matemática que le granjeó el reconocimiento internacional, incluso legando su nombre a diferentes elementos del espacio, pero en ningún caso opositando al Premio Nobel. Una carencia que será denominador común en casi todas las protagonistas de esta historia. La nebulosa Cabeza de caballo, que fue avistada y descubierta por Williamina Fleming. (Schenectady Museum Association - Contributor - Getty Images) LA EXPLOSIÓN QUE CREÓ EL UNIVERSO Cuesta imaginar que quienes empeñaron su vida en enfrentarse a los continuos interrogantes que planteaba la ciencia fueran incapaces de comprender algo tan mundano como la igualdad entre sexos. Por eso resulta incomprensible, pero trágicamente real, que Margaret Burbidge, con nombre de soltera Eleanor Margaret Peachey, solo pudiera derribar la constante negación a acceder al Observatorio del Monte Wilson, en California, cuando fue su marido quien realizó la solicitud, inscribiendo a su mujer como acompañante. Un acceso al telescopio Hooker del que sacó un provecho inimaginable, logrando profundizar en la teoría del Big Bang y resolviendo sus limitaciones gracias al enunciado de las nucleosíntesis estelares, que revelaban la existencia de reacciones nucleares en las estrellas responsables de la generación de elementos químicos, o alumbrando la existencia de los cuásares, esos focos de energía electromagnética que laten en los agujeros negros de las galaxias. Todo un replanteamiento de la manera de enunciar el origen de la existencia que, sin embargo, esos pequeños entes llamados humanos estuvieron a punto de abortar por algo tan aleatorio como una mera diferencia en los cromosomas. UN MUNDO EN GUERRA Visto que los prejuicios sociales, que incluso se siguieron alargando cuando las leyes dejaron de apretar el yugo a las mujeres, determinaban de forma importante la labor académica individual, no menos trascendente resultaba un mapa político cambiante que, en múltiples ocasiones, se transformaba bajo el son de los tambores de guerra. Contiendas bélicas que trajeron como consecuencia que, dada la partida de los hombres al frente, fuera la representación femenina quien encontrara un mayor desahogo a la hora de encaramarse a puestos que hasta ese momento habían sido difíciles de conquistar. Puede que sin esa coyuntura, y pese a sus infinitas valías, Mary Golda Ross no hubiera llegado a ser la primera ingeniera indígena americana. Un trabajo que desarrolló en la Lockheed Corporation y que la empujó a formar parte del proyecto secreto denominado Skunk Works, donde realizó estudios especialmente determinantes a la hora de diseñar vuelos de alta velocidad. Tanto es así que, al contrario que otras muchas colegas, no sufrió ninguna degradación en su escalafón cuando la parte masculina regresó de las trincheras. Si hay un contexto donde desaparece todo atisbo de moral, más allá de lograr levantar el puño en señal de triunfo, es en el de la guerra. Incluso aquellos que parecían enemigos irreconciliables pueden firmar en un cálido apretón de manos un acuerdo en aras de combatir un frente común. Tanto es así que los mortíferos cohetes V2, construidos por Wernher von Braun, integrante de las temidas SS de la Alemania nazi, y lanzados contra el bando aliado, se iban a transformar en unos pocos años en el desencadenante para que Estados Unidos pudiera ondear su bandera en la Luna gracias a la construcción del Saturno V. Y es que aquel fiero ingeniero aliado de Hitler fue atrapado y reconvertido para la causa hasta llegar a comandar el Centro de Vuelo Espacial Marshall de la NASA. Mae Jemison, primera mujer afroamericana en llegar al espacio. (Bettmann - Contributor - Getty Images) Convencido de contar en su equipo de trabajo con las personas más cualificadas, no tardó en alistar entre ellas a Joyce Neighbors, una de las piezas clave para intentar contrarrestar los éxitos -y por lo tanto las derrotas propias- alcanzados por la URSS, quien consiguió lanzar con éxito el primer satélite, haciendo flotar al Sputnik para deshonra norteamericana. Y es que el orgullo en plena Guerra Fría era un valor que cotizaba con fuerza, y fue en buena parte gracias a la astrónoma nacida en Alabama, que dirigió un equipo encargado de determinar la trayectoria de vuelo exacta del Explorer y definir el punto más alto del vuelo, cuando el tío Sam pudo sonreír de nuevo. Una triunfante carta de vuelo que tuvo el privilegio de firmar, eso sí, con las iniciales de su nombre, en un sibilino gesto que pretendía ocultar su género, al que consideraban restaba testosterona al músculo heroico. ¿Aceptar los mandatos e ideas de un antiguo nazi le servía a la estación de vuelo estadounidense consentir que una mujer fuera la responsable de sus éxitos? No. Una lista de agravios que la NASA iba a acumular durante buena parte de su historia, una actitud que le hizo cargar, con merecimiento, con acusaciones nada veladas de misoginia y racismo. Porque, aunque la turca Dilhan Eryurt, quien posibilitó gracias a sus conocimientos sobre los ciclos de vida del sol desarrollar en plenitud los viajes espaciales, se erigió como una eminencia en la institución, aunque fuera la única mujer en su puesto por aquel entonces, casos como el de Katherine Johnson, primera afroamericana en la entidad, reflejan una realidad lacerante. Y es que, mientras paradójicamente sus hábiles cálculos eran el salvoconducto que servía para que las misiones, comandadas por supuesto por hombres blancos, fueran minuciosamente controladas para que tuvieran un final feliz, su computadora estaba apartada de las demás en un despectivo gesto al que además se sumaba la prohibición que le impedía usar los baños y vestuarios de compañeros de tez más pálida. Ominosa historia que se ha alargado demasiado en el tiempo, no siendo hasta el 2014 cuando se decidió homenajear con los fastos que merecía la figura de Mae Jemison, primera mujer afroamericana en llegar al espacio. Marie Curie, primera y única persona en recibir dos premios Nobel en distintas especialidades científicas: Física y Química. (Bettmann - Contributor - Getty Images) ROMANTICISMO RADIOACTIVO Las relaciones íntimas, el compromiso maternal o las dedicaciones familiares atribuidas históricamente al género femenino fueron también condicionantes que delimitaron algunas actuaciones intelectuales. Cuando Harriet Brooks y Marie Curie coincidieron para trabajar juntas en la universidad parisina de La Sorbona, no solo suponía un hecho casi histórico al ser dos científicas de igual a igual colaborando, rompiendo el habitual binomio enunciado por profesora y alumna o una dupla constituida por géneros diferentes, sino que escenificaba dos manifestaciones casi antagónicas en la manera en que repercutió en sus vidas académicas el hecho conyugal. Si en la investigadora de origen polaco la ligazón a su pareja supuso espolear y recorrer juntos un camino de éxitos, en el otro caso sería la sepultura para su descendencia inventiva. Dada la prohibición de muchas instituciones académicas a la hora de aceptar al alumnado femenino, a principios de siglo XX surgieron diversos centros con la intención de paliar esa discriminación y abogar por la paridad. Tanto Barnard College como la Universidad McGill, de Montreal, ocuparon ese espacio, siendo ambas residencias para una joven Harriet Brooks que, avalada por su trabajo de postgrado con Ernest Rutherford, desplegó grandes avances en el campo de la radioactividad, siendo sus estudios sobre el elemento del Torio, el que tras ser sometido a emanaciones ofrecía unas llamativas variaciones, desencadenantes de la transmutación nuclear. Un paso determinante que, sin embargo, no impidió que, tras el anuncio de su intención de casarse, la propia decana que alentaba a las mujeres a encontrar su sitio en su centro académico le expresara la incompatibilidad entre una trayectoria profesional y la marital. Sentencia que fue respondida por la interpelada suprimiendo el enlace romántico y también abandonando el Barnard College. Un escollo que anidó tan fuerte en la manera de manejar su condición familiar que años más tarde su determinación por contraer matrimonio con el profesor Frank Pitcher significó su desaparición de la ciencia, dedicándose a una vida recogida pero alejada del furor intelectual. Un caso opuesto, y al mismo tiempo transcurrido en paralelo dada la similitud en el ámbito científico en el que se desarrollaron, es el de Marie Curie, siendo su marido, Pierre, al que le concedieron el Nobel de Física en 1903 junto al físico Henri Becquerel, quien se opuso a recibir dicho galardón, que alababa sus avances en la radioactividad en el campo médico, mientras no fuera también condecorada su mujer. Un gesto que, lejos de emanar condescendencia, suponía reclamar alto y claro la verdadera labor de quien años más tarde se convertiría en la primera persona en recibir dicho reconocimiento en dos campos diferentes, siendo en 1911 laureada también en el terreno de la química por el hallazgo del polonio y el radio. Una historia que, pese a tener un final dramático al quedar infectados por aquellos elementos por los que dieron su vida, se formuló siempre desde una deslumbrante inquietud por resolver incógnitas. Maria Mitchell (la segunda de pie desde la izquierda), primera mujer profesora de astronomía en los Estados Unidos. (Interim Archives - Contributor - Getty Images) LA ERA ATÓMICA Si cualquier avance científico es susceptible de ser utilizado como puente para alcanzar diversos, y no siempre éticamente aceptables, objetivos, la energía nuclear representa a la perfección esa dicotomía moral. Una macabra interrogante a la que también fueron sometidas, y de manera muy explícita, múltiples mujeres que ejercieron de antecedentes, muchas de manera involuntaria, a uno de los episodios más trágicos de la humanidad. La acumulación de conocimientos necesarios con los que descifrar la energía atómica provinieron desde diferentes enfoques, ya fueran los de la india Bibah Chowduri, reconocida por la aportación vertida con sus minuciosas investigaciones sobre los rayos cósmicos y el descubrimiento de los mesones (partículas subatómicas que transmiten la fuerza nuclear), como los firmados por la austriaca Marietta Blau, que en su itinerario desde su país natal a Berlín encontró en las emulsiones radioactivas el método para implementar la trascendencia de la física de partículas. Pero entre todas ellas destacaría la figura de Lise Meitner, una de tantas que, a raíz de las leyes racistas impuestas por el ascenso del nazismo, tuvo que abandonar Alemania, encontrando refugio, tras varias intentonas fallidas en otras localizaciones, en Suecia. Integrante del grupo que dio forma definitiva a la fisión nuclear, sus avances en el campo de la reacción en cadena contribuyeron en grado mayúsculo al desarrollo de la bomba atómica, un legado involuntario al que siempre se enfrentó. Lise Meitner, científica austriaca participante en el equipo que descubrió la fisión nuclear. (Bettmann - Contributor - Getty Images) Mucho más ambigua en este terreno, por no decir que solo vistos los trágicos resultados mostró su queja, fue la china Chien-Shiung Wu, quien desde joven ya cargó no solo con una erudición admirable -lo que a lo largo de su carrera le ayudó a sortear la constante animadversión contra los asiáticos-, sino con el coraje necesario a la hora de encabezar revueltas estudiantiles contra la cada vez mayor injerencia japonesa. Una valía que Robert Oppenheimer no estaba dispuesto a pasar por alto y, tras ver sus increíbles aptitudes en el ámbito nuclear exhibidas en la Universidad de Berkeley, lugar en el que recaló tras descartar otras opciones por su sesgo machista, decidió contar con ella para su tristemente conocido Proyecto Manhattan. Sus amplios conocimientos del uranio y la cadena de productos radioactivos emanados por la fisión de su núcleo, fueron determinantes para la capacidad destructora que albergaron las bombas atómicas que asolaron Hiroshima y Nagasaki. Una huella técnicamente inapelable pero socialmente ensangrentada que, sin embargo, encontró su némesis en la objetora de conciencia durante la II Guerra Mundial Kathleen Londsdale o en las conferencias pacifistas auspiciadas por Samira Musa o Ursula Franklin. EL RASTRO INVISIBLE Si todo despertar del pensamiento necesita ser estimulado por referentes en los que buscar inspiración, estos se vuelven todavía más indispensables cuando el campo en el que una persona decide transitar parece estar acordonado para evitar su presencia. Cuando Vera Rubin ingresó en el Vassar College, la sombra que allí dejó hace casi un siglo Maria Mitchell, primera mujer en descubrir un cometa, fue un perfecto lugar en el que cobijar sus ansias de conocimiento. Quizás sin ese antecedente, la estadounidense nunca habría llegado a resolver que la galaxias no están distribuidas uniformemente, sino bajo una tendencia a agruparse, ni habría tenido el arrojo de poner en duda la curva de rotación “kepleriana”, confrontación que le llevó a ser vilipendiada en un principio para más adelante claudicar ante las evidencias, para concluir en la existencia de la materia oscura, ese espacio que, pese a permanecer invisible e incatalogable, da sustento a buena parte del universo. Una metáfora muy cercana a lo que supuso la aportación femenina a la investigación científica, aquella que ni todos los que han intentado invisibilizar han logrado evitar que su rastro sea perceptible y esencial. Cena honorífica a mujeres científicas en el Hotel Astor de Nueva York. De izquierda a derecha, en la parte superior: Elinore Morehouse Herrick, Rosalie Loew Whitney, Dorothy Draper y Ethel Barrymore; parte inferior: Judge Anna Moscowitz Kross, Irene Hayes, Georgia O'Keeffe y Florence R. Sabin. ( Bettmann - Contributor - Getty Images) Todas las protagonistas que a lo largo de las páginas señala Shohini Ghose en “Su espacio, su tiempo”, comparten por un lado su denodado esfuerzo por derribar muros que nos acerquen a intentar comprender del todo aquello que nos rodea mientras, al mismo tiempo, luchaban con igual entusiasmo por afianzar el papel de la mujer a lo largo de la historia. Porque como sentenciara Albert Einstein en su famosa frase, muchas veces es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio, y en ese sentido el campo de la ciencia en demasiadas ocasiones se ha esmerado más en mantenerse como un coto cerrado y exclusivo para el saber masculino que en desentrañar las incógnitas que le lanzaba el universo. Un fatal empeño que, sin embargo, no ha logrado impedir que muchos de los saberes que hoy en día están asentados como verdades universales fueran enunciados, o extendieron una alfombra roja para que así fuera, bajo la firma femenina. Solo hace falta mirar bien y esquivar todas las nubes negras para llegar a contemplar en toda su magnitud ese cielo. Margaret Burbidge solo pudo derribar la constante negación a acceder al Observatorio del Monte Wilson, en California, cuando fue su marido quien realizó la solicitud, inscribiendo a su mujer como acompañante.