7K - zazpika astekaria
SIERRA LEONA, UN PAÍS ESTIGMATIZADO

El ébola más allá del ébola

Las consecuencias de sufrir una epidemia de ébola para un país como Sierra Leona van mucho más allá de los 4.000 muertos que ya cuenta el país. A pesar de que no se hable de ello, la economía, la sociedad, las relaciones y hasta los usos y costumbres han cambiado en este pequeño Estado africano. El ébola lo ha arrasado todo. Desde los detalles –ya nadie se da la mano al saludar– hasta el estigma de supervivientes, sanitarios y enterradores. Los prejuicios han caído sobre un país marcado para el resto el mundo.  


Llegar a Sierra Leona tiene algo de ciencia ficción. Por momentos parece un escenario, una atmósfera preparada de antemano para poner en situación al viajero. El avión marroquí de Royal Air Maroc –la única aerolínea que todavía accede a conectar con regularidad Europa y Sierra Leona– bota entre turbulencias y nubes, que se iluminan con los relámpagos, espesas y gigantes, y parecen dispuestas a tragarse el avión. Tras la tensión del descenso, el alivio de estar en tierra, donde la lluvia moja el viejo aeropuerto de Freetown. Las ventanillas empañadas se alían con la noche cerrada para ocultar lo que hay afuera. Lo primero que se vislumbra son figuras humanas con mascarillas. Es obligatorio lavarse las manos antes de ponerse a cubierto en la terminal. Mientras se rellena una ficha sanitaria con las manos todavía empapadas, una voz tras una máscara interroga: «¿Te duele la cabeza? ¿Te duele la barriga? ¿Tienes diarrea? ¿Tienes fiebre?». «No, no, no, no». Un pequeño medidor aparece a la altura de la sien y, tras un pitido, confirma que no hay fiebre. Otro enmascarado de blanco sella el pasaporte. Todo aséptico, todo frío. Todo como si fuera un escenario de ciencia ficción. Un cartel en la pared da la bienvenida al país tras los controles: «No toques a la gente». No es una recomendación, es una orden. Así están las cosas en el país del ébola.

Llegó el virus a Sierra Leona venido de la vecina Guinea. Ambos países cuentan con una porosa frontera por la que cada día circulan miles de vecinos y comerciantes. Así se coló el ébola, que fue detectado por las autoridades sierraleonesas por primera vez el 24 de mayo de 2014. La voz de alarma cogió al país sin medios, sin capacidad de reacción y sin posibilidades ante un oponente mucho más fuerte. En realidad, para resumir, Sierra Leona –el décimo país más pobre del mundo– es un estado fallido sin ningún tipo de infraestructura. El ébola se desparramó por todos los rincones.

El indeseado invitado, que se contagia a través de los fluidos (incluido sudor), no tuvo problemas para extenderse en un país tropical y sin medios: valía un abrazo, un partido de fútbol, un apretón de manos. En julio ya había 224 muertos registrados.

Arrancó entonces una campaña de prevención mediante la que el Gobierno pidió a la población que se abstuviese de tocar a otras personas y se lavase las manos antes de entrar en cualquier lugar público. También se intentó frenar los rituales de enterramiento que –en un país de mayoría musulmana– incluyen el lavado del cuerpo. Cada vez que se llevaba este protocolo a cabo con un fallecido por ébola, el virus se extendía por toda la familia.

La prevención apenas dio resultado: nadie hizo caso al Gobierno, porque nada pinta el Gobierno en este rincón de África. Sierra Leona contiene una sociedad tribal que se organiza mediante líderes locales a los que acuden los vecinos. Y, en un principio, los líderes no se creyeron una palabra del asunto ébola. «Los headman de barrios y aldeas creían que el ébola era un invento del Gobierno, una estrategia para controlar a la población. Así que sostenían que no era real». Lo explica Stephen J. Gaojia, coordinador del Centro Nacional de Respuesta contra el Ébola (NERC, según sus siglas en inglés), una institución a caballo entre el Gobierno y Naciones Unidas. Se dio incluso el caso de un líder, en una región no lejana a la capital que, tras haber perdido a su esposa, seguía negando la enfermedad. Solo cuando él mismo se contagió admitió la existencia del virus. Y, entonces sí, lo hizo público, provocando la reacción de sus vecinos, que lo creyeron al fin. En muchos rincones de Sierra Leona se pueden leer pintadas y avisos: «El líder dice: el ébola es real. No toques a la gente». Son estos avisos, y no los gubernamentales, los que después de miles de muertos comenzaron a concienciar a la sociedad sierraleonesa. Tras meses de lucha, la epidemia está hoy en día cerca de ser controlada. Apenas dos o tres muertos a la semana y cada vez más días seguidos sin casos, en busca de los ansiados 42 que les permitan ser declarados un país libre de ébola. El problema lo constituyen ahora, y seguirán siendo durante mucho tiempo, las consecuencias. Los efectos del ébola más allá de los fallecidos.

El rastro del virus. Mabinty Mansaray, una mujer de 40 años y vecina de Freetown, se contagió en setiembre del año pasado después de cuidar a su madre enferma de ébola hasta el final. «Mientras cuidaba a mi madre, no sabía que estuviera enferma de ébola», explica. «Yo me sentía mal, pero creía que era por mi tensión, que a veces la tengo alta». En realidad, Mabinty llevaba días infectada, pero ni siquiera creía que el ébola fuera algo real. «Escuchaba que había casos, pero no conocía a nadie que lo hubiera tenido, así que no le hacía caso», reconoce. Cuando su madre murió, Mabinty tomó conciencia y decidió acudir al hospital. Al límite, pero a tiempo. Mabinty fue tratada y logró sobrevivir. Hoy en día porta el certificado de superviviente del ébola. El problema es que también porta el estigma. «Cuando regresé del hospital, mis amigos y vecinos no querían acercarse a mí. Traté de explicarles que un superviviente no puede contagiar, pero no les importó. Me quedé sola y sola sigo hoy. No me dejan ni entrar en el mercado a comprar, ni subirme al autobús». Mabinty vive señalada. Son las consecuencias que el ébola deja a su paso y de las que no se suele hablar a este lado del mundo.

Mabinty encontró su camino en CAP Anamur, un pequeño centro en el que cuidan a niños en cuarentena, sospechosos de portar ébola. Ella y el resto de trabajadores son inmunes y se apoyan mutuamente. «A todos les ha pasado lo mismo: se han quedado solos. Incluso las familias les rechazan. Por suerte, ahora nos tenemos los unos a los otros».

El estigma se vuelve si acaso más cruel cuando se trata de niños. El ébola ha dejado durante el último año y medio miles de huérfanos. Cuando se trata de otros motivos, los familiares o vecinos acogen a los menores y los reintegran. Pero si la razón por la que perdieron a sus padres es el ébola, nadie los quiere. Y acaban en la calle. La misión salesiana de Don Bosco, entre otras cosas, trabaja recogiendo y acogiendo a estos niños. Les dan educación y cobijo y trabajan en la reunificación familiar para que vuelvan a sus comunidades. Es un trabajo arduo: nadie quiere a estos pequeños.

Las consecuencias van más allá: en los últimos meses se han multiplicado los casos de embarazos en niñas. Son los efectos de estar en la calle, solos, sin tutela ni obligaciones. El rastro del ébola es profundo y desagradable.

Señalados. Moa Wharf es inhóspito. Se trata de la, probablemente, barriada más pobre de Freetown, una ciudad pobre, capital de un país pobre. Moa Wharf representa lo más extremo entre la necesidad: cientos de chabolas se agolpan en una ladera que muere en un mar color marrón. Entre las casitas discurren embarradas callejuelas donde el agua estancada y la basura se acumulan, mientras los cerdos comen de ella y los niños juegan descalzos alrededor. La atmósfera la completa el humo del pescado ahumándose, que se mezcla con la sofocante humedad. Algunas de las chabolas están rodeadas por una cinta de plástico, como si se hubiera cometido un delito en su interior. En realidad, estas cintas marcan las casas en cuarentena, aquellas donde un miembro de la familia se ha contagiado de ébola. El resto de familiares deben permanecer aislados durante 21 días. Los vecinos, claro, ni se acercan por ahí. «Nadie nos habla. Esta cinta que nos rodea tiene un significado claro: largo de aquí». Habla Lamin Yosu, 37 años y padre de familia. Lleva dieciséis días encerrado en casa. Adentro, apiñadas, le acompañan quince personas que ahora se agolpan empapadas en sudor al otro lado de la cinta. Prohibido tocarse. Prohibido que, mientras dura la charla, salte el sudor de sus rostros. «No podemos salir a trabajar ni a comer. Una ONG nos trae los víveres, pero hemos perdido nuestros trabajos y será muy difícil encontrar otros cuando termine la cuarentena, porque estamos señalados y estigmatizados», explica Lamin.

Hay otras cinco casas en cuarentena en Moa Wharf, epicentro del ébola en la capital debido a sus nefastas condiciones higiénicas. Todas rodeadas por cintas y algunas incluso vigiladas por soldados o policías. Cada vez que se da un caso de ébola en el país, todos los miembros de la familia son aislados. A veces, en casa y otras veces, en centros de acogida. Pero siempre con la inevitable consecuencia del estigma.

Dos vecinos se acercan cuando la entrevista ya ha terminado. Le piden al líder del barrio permiso para hablar y cuentan. Relatan que están preocupados porque dos vecinos que acaban de regresar del centro de tratamiento del ébola están vomitando y tienen diarrea (dos de los síntomas del virus). El líder les pregunta si los enfermos tienen el certificado de supervivientes. «Sí, lo tienen». «Entonces debe ser malaria. O cólera. No os preocupéis». Lo relativo de las cosas: tranquilizar diciendo que se trata de malaria. Los vecinos se van convencidos.

Saludarse sin dar la mano. Las consecuencias del ébola han alcanzado en Sierra Leona a los usos y costumbres. La prohibición de lavar los cuerpos y velarlos ha supuesto un trauma para la población. Ahora son equipos oficiales de enterradores los encargados, por ley, de recoger los cuerpos y proceder a un entierro seguro, en cementerios construidos para la ocasión. Antes nadie enterraba a sus muertos en cementerios, entre otras cosas porque nadie tenía dinero para hacerlo. Ahora deben despedirse brusca y repentinamente de sus muertos cuando los equipos entran en las aldeas.

Hasta cosas tan sencillas como darse la mano para saludar ya no tienen lugar en el país. Los amigos juntan sus hombros o sus antebrazos cuando se encuentran, en un lugar donde el contacto forma (o formaba) parte del día a día. La paz en las misas cristiana se da levantando las palmas.

El Gobierno mantiene el estado de emergencia en el país desde hace meses, con medidas restrictivas: los comercios tienen que cerrar antes de las seis de la tarde, los mototaxis (transporte público por excelencia) no pueden circular de noche y está prohibido acudir a la playa el fin de semana. Tampoco, en teoría, se puede jugar al fútbol, para evitar el contacto al sudar. Pero el deporte por excelencia se abre paso por todos los rincones. Es la única medida que ha sido imposible implementar.

Los cambios bruscos han perjudicado seriamente a la ya castigada economía sierraleonesa. El país vive aislado, sin apenas aerolíneas que lo conecten son el resto del mundo y con los intereses de posibles inversores o turistas atascados por el miedo y el prejuicio. Claudio Cavazzoni es un constructor italiano que lleva casi toda su vida en Sierra Leona. Su empresa levanta escuelas e infraestructuras, pero la actividad se congeló cuando estalló la pandemia. «Lo notamos muchísimo. Nadie quiere invertir aquí y mucho menos venir a trabajar. Hace meses tenía casi cerrada la incorporación de varios ingenieros, pero, cuando se enteraron de que las obras eran aquí, se negaron a firmar. Esto se ha convertido en un país estigmatizado. Nadie quiere saber nada de este lugar».

Incluso los pocos turistas que antes del ébola se asomaban por Sierra Leona (principalmente surfistas, atraídos por las preciosas playas con olas) se evaporaron. Nadie queda en el país. Solo las ONG y los voluntarios. Sin embargo, como siempre, hay quien hace una lectura positiva de este apocalíptico escenario.

Aprender la lección. Cuando el ébola se presentó en Sierra Leona sin invitación, el país contaba con unos 22 médicos por cada millón de habitantes. El 40% de los hospitales no tenían agua y había cuatro ambulancias. Cuatro contadas, no es una cifra al azar. Hoy, tras la llegada de Naciones Unidas y decenas de ONG, Sierra Leona cuenta con una infraestructura sanitaria como nunca había tenido.

«En cierto modo, hay cosas que han mejorado gracias a la crisis del ébola», admite el doctor Songu, médico local especialista en la enfermedad y también superviviente de la misma. «Ahora tenemos mejores centros sanitarios y una red de ambulancias. Ojalá sepamos cuidar esto cuando las ONG se vayan», añade. Una cooperante que prefiere mantenerse en el anonimato va más allá: «Sierra Leona tiene ahora una base, antes no tenía absolutamente nada, era un Estado fallido. No sé si les servirá de algo en el futuro, pero desde luego han aprendido que se debe pedir ayuda si lo necesitan».

Existen también un gran número de puestos de trabajo que orbitan alrededor de las organizaciones y que dan incentivos a los trabajadores locales, que equivalen a salarios que nunca soñaron. Es la cara positiva que hasta el más terrible drama conserva.

«El problema, lo que de verdad nos preocupa, es qué va a pasar cuando os vayáis», retoma el doctor Songu. «Ahí comenzará la verdadera lucha». Una lucha que, 4.000 muertos después, no abrirá telediarios ni generará debates. Una lucha más allá del ébola.